La muerte de un ser querido es un duro golpe para todos.
Esté lejos, esté cerca, tenga ocho u ochenta, el dolor nos atraviesa por entero
a todos por igual. ¡Nunca es buen momento para morir! Ni para el que se va, ni
para los que se quedan. Pero hay momentos en los que el propio moribundo, por
su sufrimiento de dolor, de pena, de sabiendas de final, pide compasión a los
suyos diciéndoles: “No deseo sufrir más”. Ese
susurro mortecino de ayudar en el paso final a tu padre, a tu madre, a tu hermana,
a tu hermano, a quien sea, pese a que el diagnóstico médico diga que le queda
muy poco de vida, se convierte en una decisión que para nada es fácil de tomar.
Le amas y ves el dolor en su cara. Le quieres y no puedes verle sufrir. Cuando
al final dices,… adelante, quitarle la máquina, el respirado, anular su forma
de seguir con vida, y pese a saber que la consecuencia es el que se marche sin
más padecimiento en su cuerpo, la tortura en tu cabeza y la culpa empieza a
crecer de forma terriblemente fuerte.
Su último paso llegó. Las lágrimas por la perdida se
derraman como cantaros inmensamente perpetuos rotos contra tu voluntad. La
culpa, la ausencia, el echo de ver morir un trozo de tu propio ser, se une todo
en un coctel que cuesta mucho de tragar.
¡No todos actúan de la misma manera! Cuando das la noticia
a los tuyos unos rompen a pegar patadas y puñetazos contra todo (su rabia, su
dolor, es la única forma que conocer para salir. No es mala, pero tampoco
buena. La pena tiene forma increíbles de sentirse en unos u en otros). Hay
personas más racionales que no desean que se les vea llorar. No es que no
tengan sentimientos. ¡Para nada! Pero tienen la cabeza suficientemente
amueblada, para guardar su dolor para ellos solos. Otros parecen actrices o
actores que interpretan, de forma magistral, el dolor echo carne. Lloran, se
caen, se marean. Nadie dice que sea fingidos, o quizás sí pero habría que ser
muy mala persona para armar todo ese follón, ese escándalo en un momento como
ese sólo por llamar la atención (vamos, bajo mi punto de vista). Otras no
consiguen poder eliminar su pena de inmediato. No son conscientes de que esa
persona se fue como primera reacción. ¡No es nada malo no llorar cuando alguien
se muere! La asimilación de la perdida no es un trago fácil de asimilar. Pero
cuando el dolor, cuando se es consciente de que esa persona ya no está, es en
un momento en el que nadie está para reconfortarla. Puede pasar al día
siguiente, a la semana, al mes, al año. Por eso, cuando llega, todo aflora se
consuelo alguno.
¡El dolor no nos es ajeno! Ni cuando el que se marchó es un
amigo o alguien que veíamos una vez al año.
La vida es una cuestión de momentos que deseamos vivir y
con quien deseamos vivirlos. Deberíamos ser un poco menos juiciosos y mas
vitales en cuestión de saber aprovechar los instantes que nos brinda el poder
estar vivos. No podemos pasar de puntillas por nuestra propia existencia. No
hace falta empeñarse en dejar huella para que nos recuerden los que se quedan.
Las pisadas que demos por nuestra felicidad, tienen que ser visibles para
nosotros, gozadas y disfrutadas a nuestro antojo. El resto,… nada importa una
vez que la vida se nos va. ¡Pensad en eso! No os perdáis la forma de haber
vivido cada día un poco.
MORALEJA: Santa Gianna dijo:"¡Su supieras
que diferente se juzgan las cosas a la hora de la muerte!... Que vanas parecen
ciertas cosas a las que les dábamos tanta importancia en el mundo".
No hay comentarios:
Publicar un comentario