Ser mujer y
trabajar en un sex-shop no es fácil al principio. ¿Dónde me he metido? Es lo
primero que pensé en cuanto firmé el contrato por tres meses. Pero no había
nada más y nada podía ser peor que no tener trabajo.
La primera
semana fue rara. Casi nadie entraba. Pensé que era por mi culpa.
A la semana
siguiente no es que hubiera una avalancha de clientes en masa, pero poco a
poco, fui dándome cuenta de que todos los que van a un sex-shop tienen el mismo
miedo que una mujer que acaba de empezar a trabajar allí (al menos la primera
vez).
Los tres meses
pasaron volando. Durante aquel tiempo me había dedicado, en las horas que no
había clientes, a memorizar nuestro catalogo y a curiosear, los productos que
nos dejaban de muestra para informar mejor al cliente que deseara algo en
concreto.
Mi jefe, no me
podía ofrecer continuidad en la tienda. Pero me dijo que si quería hacer media
jornada en la tienda y media jornada preparando Tupper sex. ¿Qué le iba a
decir? Mi contrato sería de comercial de juguetes eróticos durante tres meses más.
El primer Tupper
sex que hice fue un verdadero triunfo. Todas las mujeres de la reunión (veintidós
mujeres de alrededor de los treinta y tantos) compraron bolas chinas (negras,
rosas, verdes, rojas, lilas,… pero las mejores del mercado) y algún tanguita
comestible. Mi jefe quedó impresionado con esa primera venta. ‘Hacía mucho que nadie conseguía vender
tanto en un Tupper sex. ¡Buen trabajo!’ me dijo. De echo me comentó que
hacía tiempo ponían un límite de compra pero que como estaba el mercado, sólo
pedían que cada una de las que iba, comparara algo de forma simbólica por el
desplazamiento de la chica (lo mas barato eran unos preservativos por dos o
tres euros si eran fluorescente o no).
Fui haciendo mis
ventas aquí y allí y la racha de buena suerte seguía. Yo estaba muy contenta.
Por fin volvía a ser válida en el mundo laboral. ¡Me sentía la mar de bien!
Llegó junio y
faltaba un mes para finalizar mi segundo contrato cuando mi jefe me llamó a su
despacho:
–
Laura, tengo que pedirte un favor –
pensé que volvería a reducirme las horas o vete a tu saber que.
–
Si, dígame Pedro.
–
Tengo unos clientes muy especiales
que quieren un Tupper sex algo diferente.
–
¿Qué quiere decir algo diferente?
–
Son un grupo de hombre…
–
¡¡¡¿¿¿¿QUÉEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE???!!!
– no le dejé terminar la explicación. – Yo no hago Tupper sex para hombres. ¡Lo
siento! ¡¡¡NO!!!
–
Espera Laura, un momento, escúchame.
–
¡¡¡QUE NO!!! ¡¡¡QUE NO!!! ¡¡¡QUE
NO!!!
–
¡LAURA! ¡UN MOMENTO POR FAVOR! – su
tono de voz seco me detuvo pero en eso no iba a ceder lo más mínimo.
–
Diga lo que diga, no voy a ir.
–
¡VALE! Tranquila. Escúchame, son mis
amigos Gays, así que no te van a hacer nada. Ya les he dicho que si accedía a
ello, era porque iba a estar la mar de tranquilo de que a ti no te iba a pasar
nada malo. ¿Vale? Ahora puedes irte y pensártelo si quieres hacerlo o no.
Me dirigía a la
puerta para irme y me dí la vuelta:
–
¿Cuándo sería? ¿En qué productos
están interesados?
–
Sería el próximo viernes noche a eso
de las ocho.
–
¿Las horas serán nocturnas?
–
¡Por supuesto!
–
¿Y en qué están interesados?
–
En las pirámides. – Las pirámides
era un nuevo producto que había salido a la venta que sólo llevábamos una de
muestra porque eran caras. Tenían diez velocidades y para disfrutar en pareja,
eran un verdadero descubrimiento. A solas, también se podía gozar mucho de
ellas. Estaban hechas con un material agradable al tacto y su forma, daba un
placer increible.
–
¡Vale! Pues allí estaré. ¿Cuántas
quiere que me lleve?
–
Son 27 los asistentes así que 28.
–
¿Cree que voy a vender ventisiete
pirámides en una noche? ¡Son muy caras! No van a compara tantas.
–
Se ve que no conoces a muchos
hombres homosexuales que yo diga.
–
¡Pues no! No conozco a muchos (‘salvo los de la tele iba’ a decir pero
me callé pues esos, realmente, no contaban).
–
Ellos saben lo que quieren y desean
ese nuevo producto – me dijo de forma clara y concisa.
–
¡Ok! ¿Alguna cosa más?
–
Si,… hay una pequeña cosita que...
–
¿Qué? ¿Digame?
–
Quieren que vayas disfrazada.
–
¡¡¡¿¿¿¿QUÉEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE???!!!
– me quedé blanca.
–
Sus fiestas siempre tiene algo
especial y para esta, quieren que lleves un disfraz de los que vendemos en la
tienda. ¡Laura! ¡¡¡SON GAYS!!! Nadie te faltará el respeto.
Pese a todo
tenía mis reservas con ese último punto pero después de mucho pensarlo, accedí.
El viernes llegó
arrasando y yo muerta de miedo. No tenía todas conmigo de que todo lo de que
eran gays fuera un montaje para vete tú a saber que. ¡No me fiaba!
Lo peor vino
elegir cuales de los modelitos de disfraces que teníamos en la tienda, me tenía
que poner (‘Si alguien piensa que esto no
es currarse un puesto de trabajo, que baje Dios y lo vea’, pensé para mis
adentros). Pensar dejar claro que era fuerte pero tanto el de mujer militar,
como el de policía, como el de dominatrix con látigo y todo, tapaban más bien
poco. Al final me decidí por uno de colegiala que más o menos, tapaba más que
los otros (tenía una pinta diferente y demasiado provocadora pero… eran Gays.
¡No me va a pasar nada).
Cuando llegué
puntual a su casa, me cambié rápidamente a escondidas en el coche, me hice un
par de coletas y entre con mi supermaletón de productos.
Me recibieron de
forma cordial y debo de reconocer que todos mis temores se esfumaron de
seguida. Eran personas muy dulce, encantadoras, y como había dicho mi jefe, que
sabían lo que querían. Todos menos uno. Había un hombre que su mirada, la
sentía traspasarme desde el momento que puse un pie en la fiesta.
Fui mostrando
mis productos uno a uno. Todos miraban, curiosos, lo que traía. Aquel hombre
no. Tenía su mirada clavada por entero en mí y no se perdía ni uno de mis
movimientos. Empecé a sentirme un poco molesta.
Cuando mostré,
por curiosidad, las vaginas vibratorias, todos sonrieron con comentarios que
tenían alergia a aquellas cosas. Todos reían. Todos menos él. Estaba claro,
aquel hombre, si le iban los hombres, sin lugar a duda era bisexual. Ese
pensamiento empezó a gustarme en cierta manera. Era un hombre alto, corpulento,
elegantemente vestido, serio, con ojos profundos, pelo negro y una exquisita
nuez tan bien marcada, que daban ganas de morderla. Empezaba a desear que no
dejara de quitarme ojos ni una vez más.
Mostré el
producto deseado y todos se sintieron la mar de contentos con él. Hice corto de
pirámides, pero por suerte, tenía unas cuantas más en el coche. Salí a
buscarlas mientras ellos habían puesto un poco de música y me invitaron a
quedarme para bailar, para pasar un rato entre amigas (me hizo gracia como lo
dijeron). Me dirigí al coche pensando que
aquel día fue apoteósico para mí en cuestión de ventas pese al modelito
sexy que tenía que llevar puesto ya que las miradas de aquel caballero, habían
provocado en mí una excitación que no había sentido jamás al ser observada. Fui
a abrir el capó cuando alguien, me cogió de la cintura, empotrándome con su
cuerpo. Si duda era aquel hombre, del que no conocía ni su nombre. Sentí su
miembro grande preso en el pantalón. Podía zafarme, salir corriendo, pero lo
que deseaba sinceramente, era demostrarle la parte de niña mala que me había hecho
adoptar aquel disfraz. Moví mi trasero sobre su bragueta, dejando que la
faldita se levantara un poco por cada lado de forma traviesa. Cogí su otra mano
y empecé a lamer sus dedos de forma muy sugerente con mi lengua. Empecé a
escuchar sus gemidos. Sin darme la vuelta, bajé su cremallera, y empecé a
masturbarle con mi mano mientras no paraba de moverme, apretando su sexo con mi
trasero. Eso lo estaba volviendo loco de deseo. Voltee un poco la cabeza y le
dije: ‘He sido una niña muy mala’. Eso le turbo, le trastornó, sacando hacia
fuera, su parte más salvaje. Me tumbó sobre el capó del coche, ladeo mi
braguita, y empezó a penétrame como jamás lo había hecho nadie hasta entonces.
Sentía sus embestidas, rápidas, salvajes, sin control alguno. Podía sentir su
sexo entrar y salir volviéndome loca cada vez y cada vez y cada vez un poco más.
No podía controlar mis gemidos. El no podía controlar sus ganas. Siguió
follándome cada vez más y más y más fuerte. Me derramé con un grito que se
sintió en toda la calle. Al poco tiempo, pude notar todo el calor de su leche
esparcirse en mis adentros consiguiendo que volviera a gritar con otro tremendo
orgasmo que me recorrió por entero de la cabeza a los pies.
Acabamos los dos
rendidos, tumbados encima del capó de mi coche. Me dijo su nombre pero no lo
recuerdo. No era cortés que los clientes pensaran que ese era un servicio más
de nuestra tienda. Me pidió volver a verme pero no le di mi número correcto.
Cuando volví al
trabajo, me toco quedarme en la tienda. Una mujer entró que quería sorprender a
su marido con algo diferente. Le dije: ‘Llévese
el disfraz de colegiala. ¡Se volverá loco!’. Me gustaría haberle dicho que lo había
comprobado de primera mano pero creo que eso era mejor guardarlo para mí como
una anécdota morbosamente y placenteramente, muy excitante.
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