La vi enfilar por última vez el pasillo que
durante casi dos meses había sido símbolo de un tratamiento horrible para
evitar la reproducción de un cáncer que ella ni sabía que tenía. Las lágrimas
inundaron mis ojos: todo se había acabado. Atrás quedaban los interminables
trasportes de ella y su silla en una ambulancia que daba tres mil vueltas para
traerla a hospital. Atrás quedaba el estúpido compañero de Marc, el radiólogo
que vio como su padre sucumbía por la misma enfermedad e intentó dar a los
enfermos un plus más en su servicio de radioterapia mal pagado. Su compañero
mal encarado, mal abonado, ofrecía lo mínimo que siempre era demasiado escaso
(no trataba a los enfermos como se merecían y… eso se veía desde lejos y con la
puerta cerrada). Atrás quedaban las charlas primeras de todas aquellas personas
que afectadas del mismo mal, en vez de luchar se condenaban con sus propias
palabras a una cura mucho más larga y enmarañada de lo que era. Atrás quedaban
las curas mal hechas que le arrancaron la piel del pecho en su propia casa, con
su propia progenie. Atrás quedaba las eternas charlas con los diferentes
coordinadores de las ambulancias que no entendían porque era yo la que llamaba
en vez de el hospital que cansado de ver que siempre le ponían pegas a los
traslados de los enfermos, había derivado en las personas que mas querían a los
afectados, a ser los que dirigieran las cosas claras y directas para que se les
hiciera caso, para que se les ofreciera un servicio digno. Atrás quedaban las
manos manchadas de ese líquido rojo que servía para secar la herida y manchaba
todo dejando un color rosado raro hasta en la ropa. Atrás quedaba todo lo malo.
La mente quedaba llena sólo de esa recta final con la silla de ruedas dirigida
por el radiólogo correcto, arropada por las enfermeras que se habían preocupado
día tras día de que la cura fuera rápida y que nada se dañara en exceso,
resguardada por la doctora que entendió desde el primer día que nosotros no
llamáramos tumor a un quiste para que ella no se sintiera mas afectada por una
depresión que le acompañaba de la mano con su enfermedad inicial, ataxia. El
amparo de las chicas de recepción pendientes siempre no sólo de ella sino del
resto de pacientes a los que conocían no sólo por su nombre. El cariño de las
demás chicas del servicio, desde la doctora de urgencias hasta la mujer de la
limpieza, que siempre nos dedicaban una sonrisa y un gran HOLA que se agradecía
profundamente.
Ella volvía con los ojos llenos de energía. El
principio no había sido nada bueno: un dolor en el pecho, localización de un
bulto, mamografía, resonancia, biopsia, querer operar, su negativa a ser
operada, negociación para cambiar de parecer, operación, recuperación, larga
espera, radioterapia. Ahora ya todo llegaba a su fin.
¡Todo se acabó!
“¿Qué hago con la bata?” Preguntó ella. Marc y yo dijimos a la vez: “¡¡¡QUEMARLA!!!”
Los de la ambulancia por fin habían entendido
que era una persona especial y al salir ya la estaban esperando para llevarla a
casa.
¡Había acabado la lucha! Mañana seguro que nos
tendríamos que afrontar a otros nuevos retos. Pero hoy, ella ya estaba curada,
sana, feliz, contenta, incrédula y deseosa de llegar a casa y tumbarse. ¡Se lo
había ganado! Le dí dos besos y le dije: “¡¡¡Final del tratamiento!!! ¡¡¡ERES UNA
CAMPEONA!!! ¡¡¡ESTOY MUY ORGULLOSA DE TI!!!”.
La ambulancia cerró las puertas y ella me
dijo: “¡Hasta mañana hija!”.
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