martes, 3 de diciembre de 2013

CANSADA DE BAJAR LA MIRADA (relato)


 
Vivir en un pueblo no es fácil. Todo es más hogareño, más cercano, más familiar. Pero a la hora de tener un poco de privacidad,… no existe.
 
Me fui de mi pueblo a principios del dos mil trece. Quería ir a una gran ciudad a trabajar y elegí Madrid por ser la capital. Después de varias entrevistas tuve la suerte de ser contratada de administrativa en una gran empresa que se movía a nivel internacional. Encajé a la perfección pues todo éramos mujeres en el departamento. Eso si, cuando salía del trabajo, siempre bajaba la mirada para no cruzar las vista con nadie. Era una estúpida costumbre que había cogido en el pueblo pues si mirabas a uno o a otro, ese ya se sentía en posición de ir incluso a pedir tu mano a tus padres (no bromeo,… mi pueblo es así).
 
Alquilé un loft cerca de la empresa en la que estaba (veinte minutos andando más o menos. Me gustaba estar tan cerca). Siempre desayunaba en una cafetería cercana. Luego, a medio día, como todas se iban a comer fuera, yo también me escapaba a un sitio cercano a mi trabajo y comía sola mientras leía un libro y escuchaba un poco de música. Mi rutina siempre era la misma y pese a que ya llevaba casi un año en mi trabajo, fuera de este no había entablado conversación con nadie fuera del círculo empresarial.
 
Un día, en la empresa, fui al baño. Cuando estaba dentro del baño escuché algo sobre mí de dos compañeras que no me hizo mucha gracia:
 
– ¿Sigue la paleta sin novio? – las risas lo inundaron todo.
  Lo tendrá en el pueblo muerto de risa.
– ¡Qué puritana! ¡Quizás no tenga!
– ¿Entonces que hace que no sale con nadie?
– Seguro que si no es con un compromiso formal de cinco cabras y dos mulas no vale nadie para salir con ella.
 
Y las carcajadas volvieron a resonar por todo el baño. Salí de allí sin esperar que se fueran. Quería ver quienes eran. Me lavé las manos y les dije adiós cortésmente. Ellas se quedaron inmóviles, blancas, sin decir palabra.
 
Cuando volví a mi puesto, no podía evitar que sus palabras retumbaran por mi cabeza una y otra vez.
 
Salí para comer triste y sin darme cuenta, empecé a caminar con la cabeza hacia arriba. Cuando llega al restaurante ni me había dado cuenta de que había estado mirando de frente el camino y no mirándome los pies.
 
Me senté en mi mesa y no me puse a leer, ni a escuchar música. Comí mirando quienes había a mi alrededor. Frente a mi había un hombre de unos cuarenta y tantos, con el pelo moreno con canas, barba bien cortada también pintada de negro y gris. Parecía alto para estar sentado. Manos grandes. Ojos marrones. Me miraba mientras comía. No bajé la mirada y yo hice lo mismo. Primer plato, segundo plato y postre. Café y cuenta. Todo el rato mirándonos a los ojos sin decir nada. Me levanté yo primera de la mesa y me fui para el trabajo. Por el camino iba pensado,… ¡Que descarado! Pero tengo que reconocer que aquella situación me había gustado a la par que excitado un poco.
 
Al día siguiente esperaba la hora de comer para verle. Otra vez estaba allí, frente a mí, solo en su mesa y yo sola en mía. El primer plato llegó y él, que había pedido para acompañar, llenó su copa y la alzo hacia a mí en plan de saludo. Yo me sonrojé pero no dejé de mirarle. Vio mis mejillas encendidas con el sorbo de vino tras el brindis y sonrió de lado muy sensualmente. ¡Que sonrisa! Ponía el bello de punta. Comimos como el día anterior, mirándonos fijamente. Mi excitación esta vez fue en aumento. ¡Me atraía! No lo podía negar.
 
Tras el postre me fui alterada. Necesita un poco más, un paso más, pero no podía darlo yo. Tanto tiempo mirando hacia abajo, incluso en la vida, que podía mirar de frente pero no lanzarme al vació sin red de seguridad.
 
Al día siguiente lo que no pude hacer yo,… lo hizo él. Comimos el uno frente al otro pero en la misma mesa, en la mía. No me lo podía creer. Cuando llegué me dijo la camarera: “La están esperando”. Pensé,… “¿A mí? ¡Lo dudo!”  Pero no le dije nada a ella. Cuando me acercaba a mi mesa y le vi, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo de la cabeza a los pies. Cuando estuve sentada frente a él ese escalofrío se convirtió en deseo. El deseo en impaciencia y cerca de los postres, el deseo era incontrolable. Salimos los dos juntos precipitadamente. No habíamos cruzado palabra pero sabíamos lo que precisábamos tras tantas miradas cómplices. Necesitábamos devorarnos de la cabeza a los pies. Me cogió de la mano y me llevó a su coche que estaba aparcado tras el restaurante, donde empezaba una zona de bosque. Arrancó, nos adentró un poco bosque a dentro y allí, empezamos a besarnos apasionadamente. Deseábamos arrancarnos la ropa, pero el deseo iba más deprisa que nuestra mente. El seguía en el asiento del conductor. Tiró el asiento para atrás. Yo me puse sobre él. Asomó su berga precipitadamente de su bragueta y yo la introduje en mi sexo subiendo mi falda, ladeando mi braguita. Empecé a moverme aceleradamente sobre él. Estaba muy húmeda y pronto sentí recorrer todo mi cuerpo por el primero de los orgasmos. Él estaba muy duro y pensé que se correría pronto. No fue así. Aguantó un buen rato conmigo comiéndole los pezones salvajemente sin dejar de mover mis caderas, arrancando de su tremendo cuerpo gemidos cada vez más y más intensos. Sentí su leche derramarse dentro de mi. Pensé que todo se había acabado. Me equivoqué. Se inclinó para besarme y con un gesto magistral nos movió a él y a mí, que seguía sobre él, al asiento de atrás. Me volteó sobre si mismo y empezó a devorar mi nuca. Creí morir de placer. No podía dejar de gemir y estaba cada vez más y más y más húmeda. Le deseaba de nuevo dentro de mí. Me echó un poco para adelante y introdujo su pene en mi trasero. ¡Jamás lo había probado! Me dolió un poco pero el placer que sentí a los pocos segundos me hizo olvidar que había sido desvirgada analmente. Sus dedos acariciaban mi clítoris mientras el seguía y seguía moviéndose como yo cuando había estado sobre él. Me corrí infinidad de veces. Cuando él se derramó en mi culo él pensó que todo había acabado. ¡Se equivocó! Lo tumbé hacia atrás del asiento y empecé a lamer su sexo aún un poco duro. Él no podía creer que siguiera con ganas de más tras tanto placer pero ahora yo sólo quería verle disfrutar a él, notar su leche en mi boca, sentir como volvía a estremecerse en un tremendo orgasmo una vez más. Empecé a lamer su glande lentamente. Dejé que mi lengua jugara con su frenillo de lento a fuerte y luego lento otra vez. Se estaba poniendo más y más cachondo. Su sexo estaba tremendamente duro. Me metí sus huevos en la boca primero uno y luego otro. Los presioné con mi lengua. Le encantó. Luego me introduje todo su sexo en la boca y poco a poco, le hice gemir entre chupada y chupada. Interrumpía su derrame y eso le cabreaba a la par que le excitaba. Seguí un poco más. Quería correrse. Yo no le dejaba. Un poco más. Estaba a punto y frenaba. Un poco más y no paré. Gritó y su leche inundó toda mi boca. Su cuerpo era una replica constante de un escalofrío placentero que le volvía y le volvía en forma de más goce.
 
Al día siguiente directamente no comimos juntos pero disfrutamos un poco más del placer de hacerlo dentro de un coche en mitad del bosque.
 

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