Vivir en un
pueblo no es fácil. Todo es más hogareño, más cercano, más familiar. Pero a la
hora de tener un poco de privacidad,… no existe.
Me fui de mi
pueblo a principios del dos mil trece. Quería ir a una gran ciudad a trabajar y
elegí Madrid por ser la capital. Después de varias entrevistas tuve la suerte
de ser contratada de administrativa en una gran empresa que se movía a nivel
internacional. Encajé a la perfección pues todo éramos mujeres en el
departamento. Eso si, cuando salía del trabajo, siempre bajaba la mirada para
no cruzar las vista con nadie. Era una estúpida costumbre que había cogido en
el pueblo pues si mirabas a uno o a otro, ese ya se sentía en posición de ir
incluso a pedir tu mano a tus padres (no bromeo,… mi pueblo es así).
Alquilé un loft cerca de la empresa en la que
estaba (veinte minutos andando más o menos. Me gustaba estar tan cerca).
Siempre desayunaba en una cafetería cercana. Luego, a medio día, como todas se
iban a comer fuera, yo también me escapaba a un sitio cercano a mi trabajo y
comía sola mientras leía un libro y escuchaba un poco de música. Mi rutina
siempre era la misma y pese a que ya llevaba casi un año en mi trabajo, fuera
de este no había entablado conversación con nadie fuera del círculo
empresarial.
Un día, en la
empresa, fui al baño. Cuando estaba dentro del baño escuché algo sobre mí de
dos compañeras que no me hizo mucha gracia:
– ¿Sigue la
paleta sin novio? – las risas lo inundaron todo.
– Lo tendrá en el pueblo muerto de risa.
– ¡Qué puritana!
¡Quizás no tenga!
– ¿Entonces que
hace que no sale con nadie?
– Seguro que si
no es con un compromiso formal de cinco cabras y dos mulas no vale nadie para
salir con ella.
Y las carcajadas
volvieron a resonar por todo el baño. Salí de allí sin esperar que se fueran.
Quería ver quienes eran. Me lavé las manos y les dije adiós cortésmente. Ellas
se quedaron inmóviles, blancas, sin decir palabra.
Cuando volví a
mi puesto, no podía evitar que sus palabras retumbaran por mi cabeza una y otra
vez.
Salí para comer
triste y sin darme cuenta, empecé a caminar con la cabeza hacia arriba. Cuando
llega al restaurante ni me había dado cuenta de que había estado mirando de
frente el camino y no mirándome los pies.
Me senté en mi
mesa y no me puse a leer, ni a escuchar música. Comí mirando quienes había a mi
alrededor. Frente a mi había un hombre de unos cuarenta y tantos, con el pelo
moreno con canas, barba bien cortada también pintada de negro y gris. Parecía
alto para estar sentado. Manos grandes. Ojos marrones. Me miraba mientras
comía. No bajé la mirada y yo hice lo mismo. Primer plato, segundo plato y
postre. Café y cuenta. Todo el rato mirándonos a los ojos sin decir nada. Me
levanté yo primera de la mesa y me fui para el trabajo. Por el camino iba
pensado,… ¡Que descarado! Pero tengo que reconocer que aquella situación me
había gustado a la par que excitado un poco.
Al día siguiente
esperaba la hora de comer para verle. Otra vez estaba allí, frente a mí, solo
en su mesa y yo sola en mía. El primer plato llegó y él, que había pedido para
acompañar, llenó su copa y la alzo hacia a mí en plan de saludo. Yo me sonrojé
pero no dejé de mirarle. Vio mis mejillas encendidas con el sorbo de vino tras
el brindis y sonrió de lado muy sensualmente. ¡Que sonrisa! Ponía el bello de
punta. Comimos como el día anterior, mirándonos fijamente. Mi excitación esta
vez fue en aumento. ¡Me atraía! No lo podía negar.
Tras el postre
me fui alterada. Necesita un poco más, un paso más, pero no podía darlo yo.
Tanto tiempo mirando hacia abajo, incluso en la vida, que podía mirar de frente
pero no lanzarme al vació sin red de seguridad.
Al día siguiente
lo que no pude hacer yo,… lo hizo él. Comimos el uno frente al otro pero en la
misma mesa, en la mía. No me lo podía creer. Cuando llegué me dijo la camarera:
“La están esperando”. Pensé,… “¿A mí? ¡Lo dudo!” Pero no le dije nada a ella. Cuando me
acercaba a mi mesa y le vi, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo de la cabeza
a los pies. Cuando estuve sentada frente a él ese escalofrío se convirtió en
deseo. El deseo en impaciencia y cerca de los postres, el deseo era
incontrolable. Salimos los dos juntos precipitadamente. No habíamos cruzado
palabra pero sabíamos lo que precisábamos tras tantas miradas cómplices.
Necesitábamos devorarnos de la cabeza a los pies. Me cogió de la mano y me
llevó a su coche que estaba aparcado tras el restaurante, donde empezaba una
zona de bosque. Arrancó, nos adentró un poco bosque a dentro y allí, empezamos
a besarnos apasionadamente. Deseábamos arrancarnos la ropa, pero el deseo iba
más deprisa que nuestra mente. El seguía en el asiento del conductor. Tiró el
asiento para atrás. Yo me puse sobre él. Asomó su berga precipitadamente de su
bragueta y yo la introduje en mi sexo subiendo mi falda, ladeando mi braguita.
Empecé a moverme aceleradamente sobre él. Estaba muy húmeda y pronto sentí
recorrer todo mi cuerpo por el primero de los orgasmos. Él estaba muy duro y
pensé que se correría pronto. No fue así. Aguantó un buen rato conmigo comiéndole
los pezones salvajemente sin dejar de mover mis caderas, arrancando de su
tremendo cuerpo gemidos cada vez más y más intensos. Sentí su leche derramarse
dentro de mi. Pensé que todo se había acabado. Me equivoqué. Se inclinó para
besarme y con un gesto magistral nos movió a él y a mí, que seguía sobre él, al
asiento de atrás. Me volteó sobre si mismo y empezó a devorar mi nuca. Creí
morir de placer. No podía dejar de gemir y estaba cada vez más y más y más
húmeda. Le deseaba de nuevo dentro de mí. Me echó un poco para adelante y
introdujo su pene en mi trasero. ¡Jamás lo había probado! Me dolió un poco pero
el placer que sentí a los pocos segundos me hizo olvidar que había sido
desvirgada analmente. Sus dedos
acariciaban mi clítoris mientras el seguía y seguía moviéndose como yo cuando
había estado sobre él. Me corrí infinidad de veces. Cuando él se derramó en mi
culo él pensó que todo había acabado. ¡Se equivocó! Lo tumbé hacia atrás del
asiento y empecé a lamer su sexo aún un poco duro. Él no podía creer que
siguiera con ganas de más tras tanto placer pero ahora yo sólo quería verle
disfrutar a él, notar su leche en mi boca, sentir como volvía a estremecerse en
un tremendo orgasmo una vez más. Empecé a lamer su glande lentamente. Dejé que
mi lengua jugara con su frenillo de lento a fuerte y luego lento otra vez. Se
estaba poniendo más y más cachondo. Su sexo estaba tremendamente duro. Me metí
sus huevos en la boca primero uno y luego otro. Los presioné con mi lengua. Le
encantó. Luego me introduje todo su sexo en la boca y poco a poco, le hice
gemir entre chupada y chupada. Interrumpía su derrame y eso le cabreaba a la
par que le excitaba. Seguí un poco más. Quería correrse. Yo no le dejaba. Un
poco más. Estaba a punto y frenaba. Un poco más y no paré. Gritó y su leche
inundó toda mi boca. Su cuerpo era una replica constante de un escalofrío
placentero que le volvía y le volvía en forma de más goce.
Al día siguiente
directamente no comimos juntos pero disfrutamos un poco más del placer de
hacerlo dentro de un coche en mitad del bosque.
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