NO ME PIDAS SACRIFICIOS
Lloré tanto.
Derramé demasiadas
lagrimas en vano.
¿Qué vale un amor
que pide como gran
sacrificio de una vida?
Yo no lo pensé,
ni nada me pregunté
y me entregué por entero.
Perdí la dignidad,
la familia, mi nombre,…
todo lo que poseía.
Luego, cuando ya nada importaba,
cuando el aislamiento y la soledad
eran mis únicos compañeros,
cuando daba igual si el día
despertaba ante mi o moría,
él, sencillamente, me partió la cara.
¡Así de simple!
Un golpe certero grabado a fuego.
¡Esa era su máxima!
Escapar no entraba
en mis proyectos
y menos en los suyos
(o para mi o para nadie,
esa era su adagio).
Si pretendía sobrevivir,
debía acatar las reglas
que se creaban con palos
contra mis espalda,
contra mi pecho,
contra mí directamente
y sin explicaciones.
Se me secaron mis ojos.
Mis labios se olvidaron sonreír
(ni siquiera ahora
recuerdan como hacerlo).
Mi cuerpo encallado,
ya no sentí ni los golpes.
Para el verdugo no fue suficiente.
Después de la carne vino el abuso,
la soberbia disciplina dictatorial del amo,
el anularme antes todos
para siempre se convirtió en su nuevo reto
(¿A esto le llamaba yo amor?).
Reclusa en una casa vivía yo.
Pasé muchas noches
esperando que volviera.
Pasé muchos días
lamentando que así fuera.
Una víctima del amor corrompido,
algo parecido a estar muerto en vida.
Mis ojos ya no sufren.
Mi alma ya no sufre.
¡Yo ya no sufro!
Aprendí sus costumbres,
crueles, dolorosas, reales.
Inventé un nuevo
nombre para sus golpes:
“caricias” los llamé yo.
Hoy me llenó el cuerpo
de “caricias” tan dulces,
que no pude levantarme
del suelo de tanto amor.
El juez llegó muy tarde.
Muerta de amor acabé yo.
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