Desde que conocí
a Carlo fue una pasada. Jamás había encajado con nadie tan deprisa y en tan
poco tiempo. Éramos completamente opuestos, eso era evidente. Pero eso no
impidió que en un mes escaso, nos sintiéramos como algo más que compañeros de
trabajo, como amigos.
Durante ese
tiempo habíamos compartido muchas cosas sin llegar jamás a rozarnos ni un pelo.
Me confesó porque se había ido de su antiguo trabajo, yo le conté por qué no
soportaba la cercanía de los hombres y con cada confidencia entre te con limón
y capuchino, se forjó algo hermoso.
A las dos
semanas ya casi lo conocía y fue entonces cuando me confesó que no estaba bien
en el trabajo. Le regalé una piedra, un ojo de tigre (siempre me gustó mucho la
mineralogía). Al poco tiempo encontró otro trabajo y… se marchó.
Fue duro para mí
verle marchar aunque se fuera muy lentamente, en dos tiempos.
Cuando apareció
por la puerta de la empresa en busca de su finiquito, ni siquiera me di cuenta.
Me avisó su compañero de mesa, Nico. Allí estaba él, en la entrada y yo sin
poder moverme del asiento. El teléfono no paraba de sonar. Lo perdí de vista un
instante y me dije: ¡Se fue! ¡Se fue sin decir adiós!
Cuando la
angustia empezaba a subirme por la boca del estomago, un abrazo traicionero, de
esos que se dan por la espalda, me dejó sin palabras. ¡Era él! “Me voy. ¡Hasta pronto!” Un beso en mi
mejilla de sus labios y no me dejó ni levantarme. Seguí trabajando y cuando
salí del trabajo, sin nadie que me mirara y se extrañara, las lágrimas surgieron
sin más. Sabía que no le volvería a ver más. No era fácil de explicar pero era
como si un hermano, un primo, alguien muy especial, se fuera de mi vida para
siempre y dolía.
Volver al día
siguiente a trabajar sin que él estuviera,… fue raro. Pero al final me
acostumbré.
El tiempo pasó y
de vez en cuando, seguíamos en contacto con alguna llamada, con algún e-mail.
Siempre con su humor, con sus reprimendas, con su simpatía, con su forma de ver
la vida. ¡Era un hombre vital! Eso me gustaba mucho de él. No dejaba que nada
se le torciera y con el diálogo, se conseguía todo. Yo siempre buscaba un tanto
de pelea o reproche,… pero nada.
Seguimos
hablando, pese a esporádicamente, como lo habíamos hecho delante de la maquina
del café, sin miedo, sin reservas, sin temor a ser juzgados. ¡Era increíble! Le
dijera lo que me dijera, nunca me juzgaba. ¡Me encantaba su forma de ser!
Había pasado ya
algún tiempo cuando encontró un hueco para mí en su rocambolesca agenda.
Comimos a mediodía en un lugar que ambos conocíamos muy bien. Su pelo lo habían
teñido cuatro canas contadas pero seguía igual que la última vez que lo ví, y
eso que ya habían pasado seis largos años. Llegó tarde, como siempre, y se
había olvidado echar la gasolina en el coche y eso que la había pagado. Las
risas fuero lo primero que intercambiamos tras los dos besos de rigor y un
fuerte abrazo frontal que no pude darle tiempo atrás.
Mientras
comíamos, me contó sus proyectos, que iba a ser papa por segunda vez y cositas
que habían pasado al encontrarse un par de veces con aquella chica que le había
hecho abandonar el otro trabajo, el de antes de donde nos conocimos.
Muchas risas,
buen rollo, como siempre. El intento de hacer una foto de ambos que se frustró:
nuestros dos cabezones no cabían en mi cámara. ¡Todo seguía igual! ¿Quién había
dicho que entre un hombre y una mujer no podía existir sólo amistad?
Como no pudimos
hacer la foto, me envió unas suyas y hice un par de montajes con las mías.
¡¡¡QUEDARON MUY BIEN!!! Se las pasé y nos reímos mucho.
No recuerdo
cuando todo cambio pero sí lo que fue habiendo antes de ese cambio entre él,
entre yo, entre ambos. Yo escribía relatos eróticos y un día, le envié uno. Me
respondió que no le enviara más y creí que se había molestado. Supuse que algo
de lo que había hecho le habían traído recuerdos antiguos y mantuve las
distancias. Si me lo quería contar, ya me lo diría. Nosotros hablábamos sin
tapujos y sólo,… debía de tener ganas de explicarse.
Un día en un
wassap, empezamos a hablar de tonterías y surgió la forma de volvernos a ver
para quedar. Teníamos que pagar una prenda por vernos esta vez. Le dije que yo
le podría llevar dos piruletas. Él me dijo que no quería eso. Le dije que
cuatro, pues el tenía una tatuada en el cuello de cuando jugaba a baloncesto. Me
dijo que no se trataba de dulces. Yo le respondí:
-
Pues como el sexo está censurado, no
sé cómo deseas que te pague.
-
¿El sexo censurado?
-
Sí, me dijiste que no te enviara
ningún relato más y… eso es censurar el sexo entre tú y yo.
-
¿Y si no estuviera censurado?
-
¿Qué quieres que te diga?
-
¿Te gustaría? Sé sincera.
-
Sí.
Tuvo que dejar
de hablar pues entraba en el metro y se despidió con un ya hablaremos. Tras esa
charla, yo me metí de nuevo en el ordenador, busqué el e-mail que me había
enviado de sus fotos y las repasé con una mirada nueva. Ya no lo veía como un
amigo, era un varón, un hombre atractivo, y las fantasías eróticas empezaron a
cobrar vida en mi mente. ¡Le empecé a desear!
Nunca bromeaba
con esas cosas pero por un instante, mientras pasaba el tiempo sin poder hablar
con él, me imaginé que todo podría ser una farsa, aunque no entendía muy bien
porque.
Cuando por fin
pudimos hablar le hablé de aquella chica a la que había deseado al igual que
había deseado alejarse de ella. Me dijo que aquello era pasado. No buscaba ser
única,… ¡¡¡QUE LOCURA!!! Sino entender como aquel hombre, me había elegido a mí
como objeto también de su deseo.
Un día, recuerdo
muy bien cuando, se nos escapó el poco decoro que teníamos y nos lubricamos el
oído por teléfono. ¡Fue algo extremadamente morboso! Jamás lo había probado y
escuchar su voz, henchida de deseo, plagada de gemidos, me turbó de tal manera
que aunque eran mis manos las que tocaban mi cuerpo, mis dedos los que se
adentraban en mi sexo, tuve un orgasmo bestial jamás imaginado que se encadenó
con otro, y con otro, y con otro más,… ¡Fue increíble!
Un día quedamos
como sin más. No me dio más explicaciones. ¡Eso me encantó! Me daba morbo, me
excitaba y su compostura,… azoraba por entero todo mi ser.
Fuimos a un
hotel, retirado de miradas invasoras de nuestra intimidad. Cuando la puerta de
la habitación se cerró tras nuestros cuerpos, todo cayó sobre el suelo sin
dejar ni ropa en nuestros cuerpos. Tenía un poco de miedo. Era la primera vez
que ambos, estábamos así, el uno frente al otro, desnudos por entero. Su boca
calmó mis dudas, y sació mis ganas de probar sus labios. Jamás me hubiera
imaginado estar así con él, piel con piel, cuerpo contra cuerpo, más allá de la
perversión jamás imaginada. ¡Fue intenso! Rápido. Placentero. Ambos lo
deseábamos desde hacía tiempo, lo necesitábamos. Las manos sabían bien arrancar
los gemidos incontrolables del otro. Los dedos, sabían guiarse por aquel cuerpo
jamás tocado hasta la fecha. Los suyos eran diestros en el arte de encenderme y
apagarme, a su antojo. Me sentía presa, devorada, complacida, como jamás me
había sentido en la vida. Él me miraba y sus ojos arrebatados de deseo, me
traspasaban por entero. Luego fue su sexo, el que se adentró en mí sin miedo.
Primero desde arriba. Luego desde abajo (no le asustaba tener a una hembra por
encima de él. Eso me excitó de una manera que jamás pode explicar con
palabras). Lo veía contenerse. Deseaba ver el deseo satisfecho una y otra vez
en mi rostro. Yo no le defraude. En cada roce, en cada embestida, en cada
caricia, en cada beso, me dejé por entero las ganas que tenía de él derramadas
hasta la saciedad. Tras mi goce, su esencia se vertió sobre mí por entero. ¡Me
encantó verle llegar!
Rendidos en
aquella cama, uno al lado del otro, pasó el rato. La ducha hizo que las ganas
volvieran a rebasarnos el instinto: “Guardemos
algo para la próxima vez” me dijo. Ya tengo ganas de que me llame para
volvernos a ver. ¡Le deseo! Es él el que me motiva lo mejor de lo peor de mí.
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