El trabajo era
duro pero me encantaba la cocina. Pese a que el antiguo chef había tenido que
estar de baja por un accidente, nadie había echado de menos la buena cocina que
yo había aprendido de él. No había estudiado para ello, no como mi “maestro” y
mentor, pero sin duda, tenía cualidades y aprendía muy rápido.
Sin embargo eso
no fue suficiente para nuestro jefe. Sintió miedo cuando se acercó el verano,
nuestra época de más trabajo, y contrato a un nuevo chef. Se llamaba Cristopher
y era un gilipollas de cuidado. Tenía cuarenta y cinco años, tenía los ojos
color ceniza, su cabello era castaño oscuro y tenía una nuez muy pronunciada.
Era alto, metro ochenta y tantos y, pese a que no estaba musculado, tenía un
cuerpo proporcionado.
El primer día
que entró en la cocina de nuestro restaurante todos nos dimos cuenta de que era
un tipo petulante, con el que no se podría hablar jamás y al que habría que
obedecer pese a no tener ni idea de cómo funcionaba nuestra forma de trabajar.
¡Sí! Cocinaba bien. Pero no todo es eso a la hora del trabajo en equipo. Una
persona sola no puede llevar una cocina de setenta servicios y hay que confiar,
formar y aprender del equipo para que todo salga adelante. ¡Cris no era así!
Prepotente, resabiado, intratable. Un perfecto estúpido.
Su primera
semana fue un verdadero infierno para todos nosotros. No se trataba de
amoldarnos a él o que no quisiéramos escucharle. ¡No era eso! Las comandas no
llegaban, la calidad no era la adecuada pero no por mala primera materia, sino
porque al intentar controlar, todo llegaba a las mesas tarde, frío, sin la
gracia que le poníamos nosotros antes de que llegara él. Todos estábamos
cansados de ese tipo déspota que no trataba de ser parte del grupo de trabajo.
Cuando llegó el
décimo en aquel caos de cocina, no pude más. Me enfrenté a él. En vez de
tratarlo todo como personas adultas, nos tiramos los platos por la cabeza,
literalmente. El servicio de la tarde no salió y la cocina acabó como un campo
de batalla. En ese momento entró el responsable:
-
¡¡¡QUÉ ESTÁ PASANDO!!! ¿¿¿QUÉ ES
ESTO???
-
¿Es qué no lo ves? En vez de tener
más clientes cada vez vienen menos. Todos protestan por la comida. ¿O es que no
eres capaz de verlo Ricardo? – le respondí a nuestro superior esperando que su
decisión acertada fuera despedir a Cristopher y darme de nuevo, el control de
la cocina hasta que volviera nuestro verdadero chef. Pero no fue así.
-
Patricia, se acabó. Hace un par de
días nuestro antiguo chef, Paco, me ha informado que no volverá jamás. ¡No
puedo dejar la cocina en tus manos! Y lamento decirlo aquí, delante de toda la
cocina. Eres buena, no lo dudo, pero te falta madurez y experiencia, sobretodo
al nivel de llevar un servicio de boda.
Me quedé sin
palabras. Eso era verdad: no había llevado ninguna boda a solas, sino siempre
con Paco al frente y sabiendo que si algo salía mal, él sabría como salir del
atolladero.
-
Es una niñata y desde que llegué no
ha hecho nada por aclimatarse – respondió en esos momento Cristopher.
-
¡NO TE LAS DES DE LISTO! – dijo
Ricardo sin titubear – Ella ha gestionado muy bien todo este tiempo la cocina.
Ni una queja hemos tenido por parte de los clientes. ¡Ni una! Y desde que estás
tú, no han parado de llegar una tras otra.
No respondió.
Sin lugar a dudas era consciente de que tampoco había hecho todo lo que estaba
en su mano.
-
Ahora todo el personal de cocina a
casa. Esta noche no abriremos. Y vosotros dos, os vais a quedar aquí – dijo
señalándonos a Cris y a mí – todo lo que haga falta, primero para volver a
poner orden en esta cocina y luego para que os entendáis de una puñetera vez.
¿Está claro? - los dos afirmamos con la cabeza.
Nos quitamos las
ropas sucias y nos pusimos manos a la obra primero en la limpieza de la batalla
pues resultaba lo más fácil. Había pasado una hora y casi todo ya estaba casi
en su puesto. Él se me acercó y me dijo mirándome a los ojos:
-
¿Qué te pasa conmigo?
-
¡No me gustas! No sabes lo que es el
trabajo en equipo.
-
Es no es así. Tú no has hecho nada
por que me integre.
-
Tú no has querido integrarte.
-
No me has dejado sitio.
-
Tú no lo has pedido.
Las palabras y
el acercamiento subieron de tono, de fuerza.
-
Eres una frígida resentida
jovencita.
-
Y tú un hombre al que no le han
echado un buen polvo desde que cumplió los treinta.
Se abalanzo
sobre mí y me besó fuertemente. La ropa fue cayendo precipitadamente sin control
al suelo. Me subió a una de las repisas y me embistió con su sexo de forma
salvaje. No pensaba. Él tampoco. Sin duda necesitábamos jodernos bien y con
todas las consecuencias imaginables.
Pude sentir su
sexo muy adentro y me abalancé sobre él haciendo que cayera al suelo,
poniéndome sobre él, con mis pechos moviéndose de forma feroz mientras me movía
como una posesa sobre su verga dura, firme, potente. Sentí como se derramaba y
yo conseguía deshacerme por primera vez sobre él.
Seguíamos
quemando ambos. Me ayudó a ponerme en pie y, con su pecho en mi espalda, me
empotro contra la nevera y empezó a adentrarse de nuevo en mí, sin que se
bajara ni un ápice su miembro pese al primer desfogue. Sentía su aliento
caliente en mi nuca. ¡Eso me ponía más cachonda! La ferocidad no se apagaba con
cada embestida. Crecía y se hacía más fuerte a medida que los gemidos
alcanzaban el éxtasis supremo con la segunda corrida de ambos.
Sin duda
llevábamos el fuego de los fogones por toda nuestra piel. Quise arrinconarle yo
esta vez contra la pica, pero me puso encima de él y ambos acabamos sobre ella.
El agua se abrió y el chorro mojó nuestros cuerpos sin apagar nuestra sed de
carne, de furia, de goce, de placer, de deseo. Nos deseábamos y no podíamos
agotarnos pese a que lo intentábamos uno y otra vez con más y más y más derrame
de nuestros húmedas partes sexuales.
No sé cuantas
veces pude sentir su leche caliente recorrer por mi cuerpo ni cuantas veces
consiguió que alcanzara derramarme yo también en él. Más después de aquello,
todo fue como la seda en la cocina y, cuando no era así, obviamente nos
quedábamos para arreglar nuestras diferencias piel contra piel, hasta quedarnos
sin fuerzas.
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