Mirarte en un
espejo es algo coqueto, algo instintivo casi antes de salir de casa. Para mí
descubrir mi reflejo fue un día algo más que eso.
Él se llamaba
Javier y era el camarero de la cafetería que frecuentaba cada mañana antes de
ir al trabajo. Me tomaba un café con leche y él, con la espuma, me dibujaba
algo que me hiciera sonreír. La primera vez que lo hizo fue un smiley y francamente lo agradecí pues
había pasado una noche horrible pensando en un proyecto. Seguía pensando en
todo aquello cuando llegué a la cafetería. Ni le mire. Ni le salude.
Directamente pedí un café con leche como si tal cosa. El lo dejó en la mesa y
se fue. Cuando levanté la cabeza vi aquella sonrisa en mi café, me giré buscando
al culpable y le mire con una sonrisa agradecida. Desde aquel día se convirtió
en algo muy bonito que me regalaba cada mañana y yo a él, una simple sonrisa.
Hubo una semana
en la que no vino. La chica que le sustituía era una siesa, una borde y daban
ganas de no volver cada vez que ella atendía. Cuando, después de tres días de
no verle le pregunté por él, me dijo: “No sé. No sé quien trabaja aquí. Soy
nueva. A mí me han mandado aquí a hacer una sustitución”. ¡Menuda borde!
A la semana
siguiente volvió y antes de servirme el café, le miré y le sonreí. El me
devolvió la sonrisa. Cuando se acercó a traerme el café, tuvimos nuestra
primera charla:
-
Hola, perdona que te moleste, pero me ha dicho mi compañera que
habías preguntado por mí. – ‘¡Será bruja!’
pensé. ¿Por qué le había dicho nada? Me sonrojé de la cabeza a los pies.
-
Si,… perdón. Es que llevaba días sin verte y estaba preocupada -
¿Estaba preocupada? ¡O bien! Ahora se pensará que me
gusta. ¡Seré boba!
-
Me he mudado. He roto con mi pareja y necesitaba instalarme en
mi nuevo piso.
-
¡Lo siento! ¿Estás bien? – dije un
tanto preocupada.
-
Bueno, me gustaría tener alguna amistad que me ayudara a
montarlo todo pero ella, se encargó de que no me quedara nadie a quien llamar.
Me dio lástima y
le dije que si quería, yo le podía ayudar. Sonrió y fue a la barra a buscar
algo. Volvió con un papel. En el estaba escrita una dirección y un móvil.
-
Si no quieres venir después de pensarlo detenidamente, dame una
llamada.
-
Iré. En todo caso te llamaré si me pierdo.
Salí camino al
trabajo y cuando acabó mi jornada, me fui a la dirección que el me había dado.
Llegué y era un
bloque de pisos muy alto, en una zona muy popular por ser de alto standing. El suyo era el último de
todos. Sólo había un piso por planta. ¿Cómo podía un camarero costearse aquella
vivienda?
Llamé al
interfono, me abrió y subí a su piso. Él me esperaba en la puerta.
-
Gracias por venir.
-
Ya te dije que vendría.
-
Ya, lo sé, pero últimamente no creo en las personas.
Aquella frase me
dejó muda.
Entré y ya había
preparado como una degustación de embutidos y cosas varias en la mesa para dos
con delicioso vino tinto de acompañamiento.
-
Pensé que por la hora, te apetecería tomar algo antes.
-
Pues sí,… me apetece.
Me senté en la
mesa, sirvió las copas, y me empezó a explicar lo que haríamos luego: montar la
cama, las estanterías, una librería,… Que no me preocupara que no nos llevaría
mucho tiempo.
-
No tengo prisa. Nadie me espera – respondí no sé muy bien porque. Después de decirlo y verle
sonreírme, me sonrojé. Aquel hombre emitía algo que me permitía decir lo que
pensaba aunque no fuera muy apropiado.
Después de la
cena, montamos todo lo que había dicho, menos la cama. Fuimos a su habitación y
me quedé fascinada: toda, desde el techo, el suelo y las paredes, estaba
recubierta de espejos.
-
¡Vaya ego debía de tener quien vivía aquí antes!
-
¿Por qué dices eso? – me dijo él como extrañado.
-
Es que hay muchos espejos.
-
A mí me pareció algo muy bello.
-
¿Por qué? – dije sorprendida.
-
Porque pocos son los que se atreven a mirarse desde todos los
ángulos sin asustarse de lo que ven, pese a que sean ellos mismos.
Aquella frase me
dejó sin palabras. Guardaba mucha. Eso me asustó a la vez que me hizo
estremecer pensar que el podía ver en aquellos reflejos, más partes de mí que
yo no conocía.
Empezamos a
montar la cama. Cuando ya la teníamos casi montada, fuimos a por el colchón.
Era de látex y pesaba mucho. Cuando lo intentamos poner, se me cayó encima y me
dio un buen golpe contra una de las paredes-espejo. Javier, dejó caer el
colchón a plomo y vino a buscarme. Me pidió que me sentara, pues el golpe había
resonado por toda la habitación. Fue a buscar un poco de hielo y me lo puso en
la cabeza por detrás. Me sentía un tanto mareada.
-
Túmbate. Será mejor. Y tranquila, te prometo que no es una
estratagema para llevarte a la cama.
-
¿Y por qué no? – aquella vez no
me sonrojé.
Le aguanté la
mirada. Él no sonrió. Se acercó a mis labios y me besó. Yo le devolví el beso.
Cuando dejamos de besarnos, empezó a desnudarme sin dejar de mirarme. Aquello
me excitó. Me quitó la blusa, con sumo cuidado, rozando de forma casi imperceptible,
mi piel. Luego me quitó la falda. Me desabrochó el sujetador. Me quitó los
tacones, las medias, la braguitas y me recostó en la cama. Luego, con la misma
tranquilidad se fue desvistiendo frente a mí, sin dejar de mirarme fijamente.
Yo no pude ver lo especial que resultaba aquella habitación con tantos espejos.
Podía observar todo su cuerpo desde mi posición, viendo el despertar de su piel
tras caer la ropa, frente a mí. Aquello me provocó de una manera que jamás creí
posible. Se tumbó desnudo sobre mí. Podía sentir su sexo crecido, entre mis
piernas, rozando el mío. Me besó y empezó a empujar pero sin penetrarme. Fue
algo excitante como jamás había sentido sólo con el roce de su miembro con el
mío. Su tacto, el calor de su piel, sus besos, me encendían cada vez más y más.
Deseaba sentirle dentro, pero él disfrutaba viéndome disfrutar de aquel
movimiento sin penetración. Su boca bajó a mis pechos. Succionó mis pezones,
los mordisqueo suavemente, arrancando gemidos permisivos de mis labios. Siguió
bajando y sus besos recorrieron mi cintura hasta bordarme en ella un manantial
infinito de goce, delicia, ternura. Siguió bajando aún más hasta que su lengua,
se perdió entre mis piernas. Lamía mi sexo tan delicadamente, que podía sentir
mi clítoris expandirse con cada pequeño movimiento. ¡Era una delicia! Sabía
perfectamente como hacer disfrutar a una mujer. Se tomaba su tiempo, sin
prisas, dejando que todo se fuera ardiendo más y más y más, hasta el infinito,
sin ningún tipo de premura.
Desconozco el
tiempo que pasó llevándome al borde del orgasmo y frenando. Cuando por fin
llegué al orgasmo, mi cuerpo entero se sumió en un océano infinito de
convulsiones de placer extremo. No dejó de pasar las yemas de sus dedos por mi
cuerpo sumido en puro goce. Aquello me hizo desearle aún más. Se tumbó hacia
delante y esta vez, si pude sentir su sexo adentrarse en el mío. Seguía con su
pauta de hacerlo todo con sumo cuidado, lentamente, dejando sentir todo hasta
el intenso infinito de la delicia suprema. Podía sentir como mi ser entero, le
suplicaba desde dentro, que no parara jamás. Mi boca no lo dijo. Yo me dejaba
llevar.
-
¡Mírate! – me dijo dejándome un tanto
extenuada con sus orden.
Me miré a un
espejo, a otro, y pude ver nuestros cuerpos fundirse desde todos los ángulos.
Perecía como si estuviéramos protagonizando una escena erótica de una película
y el reflejo de aquellos espejos, fueran las cámaras que mostraban todo desde
diferentes ángulos. ¡Fue una pasada! Jamás había pensado que aquello pudiera
excitarme más aún. Poderle verme penetrar y poder contemplar sus espaldas,
nuestras figuras en posición vertical en los espejos, desde un lado, desde el
otro.
Su cuerpo, su
fuerza, su forma de dejar disfrutarme, los reflejos, me causaron una humedad
indefinidamente abundante en todo mi sexo. Cuando por fin llegué al orgasmo por
segunda vez, las convulsiones anteriores quedaron como un simple corriente leve
en todo mi cuerpo. Botaba en la cama si poder contenerme del goce absolutamente
absoluto que me había proporcionado. El me aguantaba para que no me volviera a
golpear. Seguía dentro de mí y en un movimiento involuntario de mi pelvis
contra la suya, lo sentí derramarse por entero dentro de mí.
Me quedé
extenuada sobre la cama con él sobre mí. Me dormí sin darme cuenta. Me había
dejado rendida. Cuando me desperté, él estaba a mi lado. Nos había tapado a
ambos con una manta.
-
¿Estás bien?
-
Si, francamente bien.
-
¿Quieres marcharte?
-
Si tú no quieres aún no.
-
¿Desearás volver?
-
Tenlo por seguro.
Nos besamos y
todo empezó desde cero, trasportándome por segunda vez, al nirvana sin fin del
delirio sexual extremo.
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