martes, 8 de abril de 2014

REFLEJOS (relato)

 

Mirarte en un espejo es algo coqueto, algo instintivo casi antes de salir de casa. Para mí descubrir mi reflejo fue un día algo más que eso.

 

Él se llamaba Javier y era el camarero de la cafetería que frecuentaba cada mañana antes de ir al trabajo. Me tomaba un café con leche y él, con la espuma, me dibujaba algo que me hiciera sonreír. La primera vez que lo hizo fue un smiley y francamente lo agradecí pues había pasado una noche horrible pensando en un proyecto. Seguía pensando en todo aquello cuando llegué a la cafetería. Ni le mire. Ni le salude. Directamente pedí un café con leche como si tal cosa. El lo dejó en la mesa y se fue. Cuando levanté la cabeza vi aquella sonrisa en mi café, me giré buscando al culpable y le mire con una sonrisa agradecida. Desde aquel día se convirtió en algo muy bonito que me regalaba cada mañana y yo a él, una simple sonrisa.

 

Hubo una semana en la que no vino. La chica que le sustituía era una siesa, una borde y daban ganas de no volver cada vez que ella atendía. Cuando, después de tres días de no verle le pregunté por él, me dijo: “No sé. No sé quien trabaja aquí. Soy nueva. A mí me han mandado aquí a hacer una sustitución”. ¡Menuda borde!

 

A la semana siguiente volvió y antes de servirme el café, le miré y le sonreí. El me devolvió la sonrisa. Cuando se acercó a traerme el café, tuvimos nuestra primera charla:

 

-         Hola, perdona que te moleste, pero me ha dicho mi compañera que habías preguntado por mí. – ‘¡Será bruja!’ pensé. ¿Por qué le había dicho nada? Me sonrojé de la cabeza a los pies.

-         Si,… perdón. Es que llevaba días sin verte y estaba preocupada - ¿Estaba preocupada? ¡O bien! Ahora se pensará que me gusta. ¡Seré boba!

-         Me he mudado. He roto con mi pareja y necesitaba instalarme en mi nuevo piso.

-         ¡Lo siento! ¿Estás bien? – dije un tanto preocupada.

-         Bueno, me gustaría tener alguna amistad que me ayudara a montarlo todo pero ella, se encargó de que no me quedara nadie a quien llamar.

 

Me dio lástima y le dije que si quería, yo le podía ayudar. Sonrió y fue a la barra a buscar algo. Volvió con un papel. En el estaba escrita una dirección y un móvil.

 

-         Si no quieres venir después de pensarlo detenidamente, dame una llamada.

-         Iré. En todo caso te llamaré si me pierdo.

 

Salí camino al trabajo y cuando acabó mi jornada, me fui a la dirección que el me había dado.

 

Llegué y era un bloque de pisos muy alto, en una zona muy popular por ser de alto standing. El suyo era el último de todos. Sólo había un piso por planta. ¿Cómo podía un camarero costearse aquella vivienda?

 

Llamé al interfono, me abrió y subí a su piso. Él me esperaba en la puerta.

 

-         Gracias por venir.

-         Ya te dije que vendría.

-         Ya, lo sé, pero últimamente no creo en las personas.

 

Aquella frase me dejó muda.

 

Entré y ya había preparado como una degustación de embutidos y cosas varias en la mesa para dos con delicioso vino tinto de acompañamiento.

 

-         Pensé que por la hora, te apetecería tomar algo antes.

-         Pues sí,… me apetece.

 

Me senté en la mesa, sirvió las copas, y me empezó a explicar lo que haríamos luego: montar la cama, las estanterías, una librería,… Que no me preocupara que no nos llevaría mucho tiempo.

 

-         No tengo prisa. Nadie me espera – respondí no sé muy bien porque. Después de decirlo y verle sonreírme, me sonrojé. Aquel hombre emitía algo que me permitía decir lo que pensaba aunque no fuera muy apropiado.

 

Después de la cena, montamos todo lo que había dicho, menos la cama. Fuimos a su habitación y me quedé fascinada: toda, desde el techo, el suelo y las paredes, estaba recubierta de espejos.

 

-         ¡Vaya ego debía de tener quien vivía aquí antes!

-         ¿Por qué dices eso? – me dijo él como extrañado.

-         Es que hay muchos espejos.

-         A mí me pareció algo muy bello.

-         ¿Por qué? – dije sorprendida.

-         Porque pocos son los que se atreven a mirarse desde todos los ángulos sin asustarse de lo que ven, pese a que sean ellos mismos.

 

Aquella frase me dejó sin palabras. Guardaba mucha. Eso me asustó a la vez que me hizo estremecer pensar que el podía ver en aquellos reflejos, más partes de mí que yo no conocía.

 

Empezamos a montar la cama. Cuando ya la teníamos casi montada, fuimos a por el colchón. Era de látex y pesaba mucho. Cuando lo intentamos poner, se me cayó encima y me dio un buen golpe contra una de las paredes-espejo. Javier, dejó caer el colchón a plomo y vino a buscarme. Me pidió que me sentara, pues el golpe había resonado por toda la habitación. Fue a buscar un poco de hielo y me lo puso en la cabeza por detrás. Me sentía un tanto mareada.

 

-         Túmbate. Será mejor. Y tranquila, te prometo que no es una estratagema para llevarte a la cama.

-         ¿Y por qué no? – aquella vez no me sonrojé.

 

Le aguanté la mirada. Él no sonrió. Se acercó a mis labios y me besó. Yo le devolví el beso. Cuando dejamos de besarnos, empezó a desnudarme sin dejar de mirarme. Aquello me excitó. Me quitó la blusa, con sumo cuidado, rozando de forma casi imperceptible, mi piel. Luego me quitó la falda. Me desabrochó el sujetador. Me quitó los tacones, las medias, la braguitas y me recostó en la cama. Luego, con la misma tranquilidad se fue desvistiendo frente a mí, sin dejar de mirarme fijamente. Yo no pude ver lo especial que resultaba aquella habitación con tantos espejos. Podía observar todo su cuerpo desde mi posición, viendo el despertar de su piel tras caer la ropa, frente a mí. Aquello me provocó de una manera que jamás creí posible. Se tumbó desnudo sobre mí. Podía sentir su sexo crecido, entre mis piernas, rozando el mío. Me besó y empezó a empujar pero sin penetrarme. Fue algo excitante como jamás había sentido sólo con el roce de su miembro con el mío. Su tacto, el calor de su piel, sus besos, me encendían cada vez más y más. Deseaba sentirle dentro, pero él disfrutaba viéndome disfrutar de aquel movimiento sin penetración. Su boca bajó a mis pechos. Succionó mis pezones, los mordisqueo suavemente, arrancando gemidos permisivos de mis labios. Siguió bajando y sus besos recorrieron mi cintura hasta bordarme en ella un manantial infinito de goce, delicia, ternura. Siguió bajando aún más hasta que su lengua, se perdió entre mis piernas. Lamía mi sexo tan delicadamente, que podía sentir mi clítoris expandirse con cada pequeño movimiento. ¡Era una delicia! Sabía perfectamente como hacer disfrutar a una mujer. Se tomaba su tiempo, sin prisas, dejando que todo se fuera ardiendo más y más y más, hasta el infinito, sin ningún tipo de premura.

 

Desconozco el tiempo que pasó llevándome al borde del orgasmo y frenando. Cuando por fin llegué al orgasmo, mi cuerpo entero se sumió en un océano infinito de convulsiones de placer extremo. No dejó de pasar las yemas de sus dedos por mi cuerpo sumido en puro goce. Aquello me hizo desearle aún más. Se tumbó hacia delante y esta vez, si pude sentir su sexo adentrarse en el mío. Seguía con su pauta de hacerlo todo con sumo cuidado, lentamente, dejando sentir todo hasta el intenso infinito de la delicia suprema. Podía sentir como mi ser entero, le suplicaba desde dentro, que no parara jamás. Mi boca no lo dijo. Yo me dejaba llevar.

 

-         ¡Mírate! – me dijo dejándome un tanto extenuada con sus orden.

 

Me miré a un espejo, a otro, y pude ver nuestros cuerpos fundirse desde todos los ángulos. Perecía como si estuviéramos protagonizando una escena erótica de una película y el reflejo de aquellos espejos, fueran las cámaras que mostraban todo desde diferentes ángulos. ¡Fue una pasada! Jamás había pensado que aquello pudiera excitarme más aún. Poderle verme penetrar y poder contemplar sus espaldas, nuestras figuras en posición vertical en los espejos, desde un lado, desde el otro.

 

Su cuerpo, su fuerza, su forma de dejar disfrutarme, los reflejos, me causaron una humedad indefinidamente abundante en todo mi sexo. Cuando por fin llegué al orgasmo por segunda vez, las convulsiones anteriores quedaron como un simple corriente leve en todo mi cuerpo. Botaba en la cama si poder contenerme del goce absolutamente absoluto que me había proporcionado. El me aguantaba para que no me volviera a golpear. Seguía dentro de mí y en un movimiento involuntario de mi pelvis contra la suya, lo sentí derramarse por entero dentro de mí.

 

Me quedé extenuada sobre la cama con él sobre mí. Me dormí sin darme cuenta. Me había dejado rendida. Cuando me desperté, él estaba a mi lado. Nos había tapado a ambos con una manta.

 

-         ¿Estás bien?

-         Si, francamente bien.

-         ¿Quieres marcharte?

-         Si tú no quieres aún no.

-         ¿Desearás volver?

-         Tenlo por seguro.

 

Nos besamos y todo empezó desde cero, trasportándome por segunda vez, al nirvana sin fin del delirio sexual extremo.

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