ME ARDÍA LA PIEL
Me ardía la piel y me arranqué la
ropa.
Lo hice despacito, poco a poco,
lentamente frente a ti.
¡Anhelaba que ardieras con mi fuego!
Tus ojos no me perdían de vista,
deseaban poseerme con la mirada.
Sin embargo, tu pulso
no se aceleró lo más mínimo.
¡Parecías un cadáver sin sangre!
Un muñeco de nieve impávido sin
latido.
Cayó mi falda, se precipitó mi
blusa,
paulatinamente dejé caer
mi collar al suelo y nada.
¡Seguías muerto!
Nada, absolutamente nada,
se encendía en todo tu cuerpo.
‘¡Ojalá
me deseara!
Aunque
no me amara’
dije para mis adentros.
Mi sujetador sintió
la fuerza de la gravedad.
Con mis mejillas prendidas
intenté tapar mis pechos.
¡Ahora sentía frío!
Tu quehacer lánguido
me había dejado helada.
Me agaché para
recoger mis ropas.
¡No me dejaste!
Corriste a mi lado
y te precipitaste
dramáticamente contra mí.
La sangre corría por todo
tu cuerpo cual presa
rebosada hasta el exceso.
¡Nada podía controlar tu furia!
¡Nada! Estaba condenada a morir,
mansamente embestida por tu rabia.
¡No me resistí! No buscaba ser
eterna.
No conocía una forma mejor para
morir.
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