Nunca me han
puesto los uniformes. Es más, cuando estás acostumbrada a viajar de aquí para
allá, hasta hay algunos que ya te son prácticamente parte de tu día a día.
Tampoco soy de
aquellas mujeres que ve a un hombre y lo repasa de arriba abajo. Tengo que
reconocer que por el puesto que ocupo en mi empresa, estoy acostumbrada a ver
muchos hombres sexys, elegantes, atractivos,… pero no dejan de ser eso.
¡Compañeros! ¡Colegas! ¡Parte de mi equipo de trabajo! Sólo eso.
Arnau no era
sólo un uniforme más. Arnau formaba parte de mi pasado, un pasado antiguo que
me atravesó por entero cuando lo vi pasar hacia la cabina del piloto.
Él y yo no
éramos dos extraños aunque si. Habíamos estado tonteando mucho cuando el tomaba
clases para no recuerdo que formación que impartían en Madrid y a la cual,
asistimos los dos. Dos perfectos desconocidos que acaban teniendo una charla
trivial en un descanso entre llamada y llamada, y al final, se van a cenar
juntos aquella misma noche. Dos extraños que jugaron a la seducción toda una
semana entera y que luego, por circunstancias varias, no pudieron culminar
aquellos fantásticos días con una despedida como era debida.
Cuando lo vi
contuve el aliento como si hubiera visto un espejismo en mitad de un desierto tremendamente
seco después de muchas horas vagando sin rumbo fijo. Él era el agua y yo
llevaba mucho tiempo sedienta de probar aquel manantial intacto que el
destilaba en todo su ser.
Él no me vio y
si lo hizo,… pasó sin más. ¡Era lógico! Yo le había dado largas todas la semana
y al final, cuando me sentí predispuesta, tuvo que largarse antes de acabar la
formación por un problema familiar: su padre había fallecido (me lo decía en
una nota que dejó en recepción de nuestro hotel, para mí). Por aquel entonces,
pese a tener veinticinco años, ya ocupaba un puesto respetable en la empresa en
la que estaba. Y el, con diez años más, era como un mentor del que deseabas aprender
mas allá del ámbito profesional.
Cuando oí su voz
a través de los altavoces lo recordé todo como si hubiera sido ayer (y eso que
habían pasado diez años ya). Las cenas con dobles palabras, con dobles
intenciones hasta en la ensalada; aquellas largas sobremesas con los Martini’s,
jugando siempre con las aceitunas entre los labios; los roces sutiles pero
ardientes cuando estábamos a solas en el ascensor de camino a nuestras
habitaciones (el la 315 y yo las 415, yo por encima de él. Aquello también nos
dio mucho juego los días siguientes sobre las posturas, sobre la sumisión,
sobre el dominio sobre el otro). Nada fue mal intencionado, pero sí perverso.
Nada fue buscado pero sí encontrado y desechado por miedos absurdos (yo era,
pese a todo, una “niñata” de veinticinco años. Aún no había aprendido que la
vida, no te da segundas oportunidades).
Mas ahora, a mis
treinta y cinco recién cumplidos, el estaba ahí, con más plenitud de hombre de
por aquel entonces, con más sensualidad, con más vigor sin lugar a dudas del
que tenía hacía diez años atrás. ¿Qué podía hacer? Estaba claro que no iba a
desaprovechar esta segunda oportunidad.
No podría entrar
en la cabina del piloto pero sí que esperaría a que saliera al aterrizar el
vuelo todo lo que hiciera falta. Me quedé absorta un momento mirando a través
de la ventana. No volaba mucha gente a primera hora de la mañana y en primera
clase, sólo estaba yo.
¿Se acordaría de
mí? Un susurro en el asiento de atrás me hizo darme la vuelta en redondeo. ¡Era
él! Con dos Martini’s en cada mano. Si se acordaba de mí. Le quité los dos de
golpe, me los bebí de un trago y saltando por encima de los asientos, me puse a
horcajadas encima de él. ¡Era nuestro momento! Un momento tórrido, caliente,
desenfrenado, que habíamos estado esperando toda una década.
Le besé tan
fuerte que casi le borro la boca con la mía. Él no protestó por nada.
Desabroche su camisa arrebatadamente. Buscaba su bragueta mientras el
correspondía a mi blusa con la misma precipitación. Me levanté la falda, ladee
mis braguitas, e introduje su verga liberada, en mi interior. ¡Dios! Todo fue
muy rápido. Todo fue muy intenso. Yo no podía dejar de sacudirme de goce sobre
él. Notaba que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para contenerse por mí.
Yo no paraba de repetirle: ‘¡No te
corras! ¡Aún no!’ Sabía que le
encantaba que yo le mandara. Yo tenía el poder, estaba encima. Él, con las
manos en mis nalgas, podía sentir mis movimientos embestidores en todo su
cuerpo. Me aguantaba el ritmo y eso me mojaba más y más. Yo contenía mis gritos
de placer, de orgasmos alcanzados, para que fuera más intenso cuando le dejara
correrse dentro de mí. Mis pechos se salieron de sujetador con mis empujes y se
movían ante sus ojos liberados poniéndolo aún más y más duro, más y más firme,
más y más erecto. Sentía su sexo crecer más y más dentro de mí. ¡Eso me ponía
muy cachonda! Seguían interpretando como podía mi papel de no gritar cuando me
llegaban los múltiples orgasmos que me estaba encadenando aquella verga casi al
minuto.
Llegó al momento
y le susurré entre gemidos: ‘¡Córrete
para mí! ¡Córrete para mí! ¡Córrete para mí!’ Dios, pude sentir toda su leche vaciarse
dentro de mí. Aquello acelero más mi sexo que se derramó una y otra vez
mientras duraba toda su descarga de virilidad.
Nos quedamos un
rato el uno sobre el otro después de aquello, convulsionando de los bestiales
orgasmos que habíamos tenido. Después, me quitó el pelo de la cara. Le besé la
boca y le pregunté: ‘¿Me has visto?’
Sonrió de forma burlona y contestó: ‘No
me hacía falta. Sabía que estabas aquí. He cambiado el vuelo con un
compañero para poder verte’. Le devolví la sonrisa y al aterrizar pasamos
la semana que no pudimos pasar juntos hacía diez años, en otra ciudad, en otro
Hotel, pero con las mismas ganas y el mismo desenfreno que la que nos devoramos
de forma precipitada en el avión. ¡Nos lo habíamos ganado!
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