No es fácil ser
un buen fotógrafo sin cultivar aquello que te hace verdaderamente vibrar desde
dentro. Ese arte que ansias trasmitir con tus fotos mas allá de aquellas que te
piden de carnet, de navidad y de fin o inicio de curso.
Había pasado
tres años montando mi gran exposición titulada VÉRTIGO. Cinco mujeres me habían
inspirado aquella preciosa muestra de imágenes que tenían vida propia.
Cuando la
galería abrió sus puertas estaba tan orgulloso de mi trabajo como nervioso.
Los primeros en
llegar fueron mis amigos que siempre habían estado ahí. Todos se quedaron
admirados con la belleza, sensualidad y feminidad que destilaba cada una de mis
fotografías.
Pasó el día
rápido, casi no lo pude saborear. Los halagos, agasajos y demás eran buenos.
Hasta que entró
ella. Cuando apareció, sentí como se paraba todo a mi alrededor. Un frenado
absoluto del giro de la tierra, imperceptible para todos menos para mí. Una
mujer había conseguido esa hazaña con una actitud exclusiva, una forma de
vestir especial, como si sus ropas fueran el complemento de la belleza pura,
que sin duda era ella. Olía a primavera. Hablaba de un modo que era un placer escucharla.
Se movía al andar, de un modo delicioso, como si el mero roce del aire, en su
cuerpo se sintiera como una caricia.
¿Quién ella
aquella musa terrenal? Me pregunté. Miraba una a una mis fotos, como si las
estuviera sintiendo deslizarse por su piel. Las admiraba sin prisa, con
detenimiento, disfrutando plenamente de lo que en ellas trataba de trasmitir.
Tras verlas
todas, se acercó a mí, me extendió la mano y diciendo sólo: ¡Increíbles! Se
marchó sin decir nada más.
Aquella misma
noche soñé con ella. Sentía que era un esclavo a su merced, que tenía todo el
control sobre mí, sobre mi cuerpo. Me miraba, sonreía cándidamente y me
susurraba al oído: “Muy pronto, muy
pronto, muy pronto”. Su eco se marchitaba cuando el despertador sonaba cada
mañana intentándome hacer volver de una ensoñación de la que no deseaba
despertar.
Volví al día
siguiente a la galería pero no vino. La buscaba por la calle y no la
encontraba. Miraba por todos lados intentando poder tener nuevo momento, pero
era inútil.
Pasaron los días
y las semanas. Muchas mujeres habían pasado por aquellas paredes en un mes.
¡Ninguna como ella! Se ofrecían a mostrarse ante mí a mi antojo, para lo que yo
deseara. ¡No quería fotografiarlas! La deseaba a ella.
Llegó mayo.
Estaba en mi estudio cuando la lluvia empezó a repicar en los cristales.
Primero como un cosquilleo y, poco a poco, como si fueran verdaderos perdigones
disparados contra ellos. Era casi la hora de cerrar cuando la puerta se abrió
de par en par, como por arte de magia. ¡Era ella! Su pelo empapado por la
lluvia, su chaquetón también mojado, todas sus piernas cubiertas de agua. Fui corriendo
a por una toalla y la envolví como si de un pajarillo se tratara. Me sonrío
dulcemente. Deseaba besarla pero me asustaba que se volatilizara como si de
otro sueño se tratara.
Necesitaba
calentarse y aquella toalla no era suficiente. Se quitó todo lo mojado ahí
mismo, delante de mí, dejándose sólo la ropa interior puesta. “¿Por qué me
torturas así?” Me dije para mis adentros.
Coloqué su ropa
de forma que pudiera secarse cerca de un calefactor. Cuando me volví, ella
estaba arropada con la toalla esperando que yo la abrazara. Me lo pidió con los
ojos, con la postura de su cuerpo, con la dulzura de su boca. La cobijé de
nuevo entre mis brazos. Sintió el calor y un gemido sutil de plenitud inundó
todo mi espacio. La besé en la frente y la apreté muy fuerte contra mí. Ella me
besó encima de mi camisa granate. Sentí el ardor de sus labios tatuarse en mi
pecho. Alzó la mirada y nuestros labios se encontraron por fin. La cogí en
volandas sin dejar de besarla. La llevé para adentro y la tumbé en mi cama. Ella,
se deslizó como revoloteando por mi cuello con la punta de su lengua,
proporcionándome un placer más que infinito. Mis manos, como hechizadas,
escuchaban sus pensamiento y obedecían sus ordenes sin rechistar. “Desabróchate la camisa”, me decía. “Deja libre tu cuerpo” escuchaba por dentro. “Déjame hacerte mío” podía
oír en mi mente.
Sus manos me
acariciaban de una manera que no podía ser terrenal. Era algo placenteramente
delicioso, sensual, excitante, extremadamente plácido. Su mano, se deslizó,
tras recorrer lentamente mi torso, hasta mi sexo. Sus dedos eran pequeñas
culebrillas que actuaban por separado y a la vez. Era capaz de sentirlos por
toda mi virilidad ahora aquí, ahora allá, ahora todo al mismo tiempo, con una
dedicación y entrega, que jamás nadie me había proporcionado. Sus yemas, de
movían por mi frenillo, como si miles de lenguas estuvieran revolucionadas en
ese único punto. Sus manos diestras, no dejaban ni uno de mis sentidos sin
plenitud llena de todo lo que era capaz de hacer para satisfacerme hasta el
límite.
Cuando pensaba
que no podría soportar más aquella tortura perpetua de goce, su cuerpo pleno de
hembra, anidó sobre mí convirtiéndonos en un solo. Podía sentir la delicia de
su sexo acariciar al mío desde dentro, como si en él residiera toda otra ella,
dedicándome por entero una infinidad de movimientos imperceptibles desde el
exterior pues ella no se movía, acariciaba sus pechos, me miraba dulcemente,
pero sus caderas no se deslizaban de ninguna forma ni para adelante ni para atrás
mas mi pene, estaba disfrutando como si dos manos enteras suyas, siguieran
sometiéndole a las mismas caricias que antes y mejores, con ella encima de mí.
Podía sentir
como se empapaba, como me mojaba con sus infinitos y consecutivos derrames que
alcanzaba disfrutando de ella, disfrutando de mí.
Toqué el cielo
con los dedos cuando ella seguía sin tener fin. Me quedé traspuesto unos
segundos. Cuando volví en si le dije: “Tu no puedes ser de este mundo”. Me
sonrió, me besó y caímos abrazados en el mejor de los sueños.
Al despertar ya
no estaba conmigo. Su aroma lo impregnaba todo a mi alrededor. ¿Había sido todo
un sueño?
Volví a casa
extenuado. Me duché, me tumbé en la cama y volvía a soñar. Ella aparecía de
nuevo en mis sueños. Me miraba, sonreía cándidamente y me susurraba de nuevo al
oído: “Muy pronto volveremos a estar
juntos”. ¡Nada había sido un sueño! Ella era real y muy pronto, me
regalaría de nuevo un día en su compañía.
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