martes, 13 de mayo de 2014

FOTOGRAFÍAS (relato)



 

No es fácil ser un buen fotógrafo sin cultivar aquello que te hace verdaderamente vibrar desde dentro. Ese arte que ansias trasmitir con tus fotos mas allá de aquellas que te piden de carnet, de navidad y de fin o inicio de curso.

 

Había pasado tres años montando mi gran exposición titulada VÉRTIGO. Cinco mujeres me habían inspirado aquella preciosa muestra de imágenes que tenían vida propia.

 

Cuando la galería abrió sus puertas estaba tan orgulloso de mi trabajo como nervioso.

 

Los primeros en llegar fueron mis amigos que siempre habían estado ahí. Todos se quedaron admirados con la belleza, sensualidad y feminidad que destilaba cada una de mis fotografías.

 

Pasó el día rápido, casi no lo pude saborear. Los halagos, agasajos y demás eran buenos.

 

Hasta que entró ella. Cuando apareció, sentí como se paraba todo a mi alrededor. Un frenado absoluto del giro de la tierra, imperceptible para todos menos para mí. Una mujer había conseguido esa hazaña con una actitud exclusiva, una forma de vestir especial, como si sus ropas fueran el complemento de la belleza pura, que sin duda era ella. Olía a primavera. Hablaba de un modo que era un placer escucharla. Se movía al andar, de un modo delicioso, como si el mero roce del aire, en su cuerpo se sintiera como una caricia.

 

¿Quién ella aquella musa terrenal? Me pregunté. Miraba una a una mis fotos, como si las estuviera sintiendo deslizarse por su piel. Las admiraba sin prisa, con detenimiento, disfrutando plenamente de lo que en ellas trataba de trasmitir.

 

Tras verlas todas, se acercó a mí, me extendió la mano y diciendo sólo: ¡Increíbles! Se marchó sin decir nada más.

 

Aquella misma noche soñé con ella. Sentía que era un esclavo a su merced, que tenía todo el control sobre mí, sobre mi cuerpo. Me miraba, sonreía cándidamente y me susurraba al oído: “Muy pronto, muy pronto, muy pronto”. Su eco se marchitaba cuando el despertador sonaba cada mañana intentándome hacer volver de una ensoñación de la que no deseaba despertar.

 

Volví al día siguiente a la galería pero no vino. La buscaba por la calle y no la encontraba. Miraba por todos lados intentando poder tener nuevo momento, pero era inútil.

 

Pasaron los días y las semanas. Muchas mujeres habían pasado por aquellas paredes en un mes. ¡Ninguna como ella! Se ofrecían a mostrarse ante mí a mi antojo, para lo que yo deseara. ¡No quería fotografiarlas! La deseaba a ella.

 

Llegó mayo. Estaba en mi estudio cuando la lluvia empezó a repicar en los cristales. Primero como un cosquilleo y, poco a poco, como si fueran verdaderos perdigones disparados contra ellos. Era casi la hora de cerrar cuando la puerta se abrió de par en par, como por arte de magia. ¡Era ella! Su pelo empapado por la lluvia, su chaquetón también mojado, todas sus piernas cubiertas de agua. Fui corriendo a por una toalla y la envolví como si de un pajarillo se tratara. Me sonrío dulcemente. Deseaba besarla pero me asustaba que se volatilizara como si de otro sueño se tratara.

 

Necesitaba calentarse y aquella toalla no era suficiente. Se quitó todo lo mojado ahí mismo, delante de mí, dejándose sólo la ropa interior puesta. “¿Por qué me torturas así?” Me dije para mis adentros.

 

Coloqué su ropa de forma que pudiera secarse cerca de un calefactor. Cuando me volví, ella estaba arropada con la toalla esperando que yo la abrazara. Me lo pidió con los ojos, con la postura de su cuerpo, con la dulzura de su boca. La cobijé de nuevo entre mis brazos. Sintió el calor y un gemido sutil de plenitud inundó todo mi espacio. La besé en la frente y la apreté muy fuerte contra mí. Ella me besó encima de mi camisa granate. Sentí el ardor de sus labios tatuarse en mi pecho. Alzó la mirada y nuestros labios se encontraron por fin. La cogí en volandas sin dejar de besarla. La llevé para adentro y la tumbé en mi cama. Ella, se deslizó como revoloteando por mi cuello con la punta de su lengua, proporcionándome un placer más que infinito. Mis manos, como hechizadas, escuchaban sus pensamiento y obedecían sus ordenes sin rechistar. “Desabróchate la camisa”, me decía. “Deja libre tu cuerpo”  escuchaba por dentro. “Déjame hacerte mío”  podía oír en mi mente.

 

Sus manos me acariciaban de una manera que no podía ser terrenal. Era algo placenteramente delicioso, sensual, excitante, extremadamente plácido. Su mano, se deslizó, tras recorrer lentamente mi torso, hasta mi sexo. Sus dedos eran pequeñas culebrillas que actuaban por separado y a la vez. Era capaz de sentirlos por toda mi virilidad ahora aquí, ahora allá, ahora todo al mismo tiempo, con una dedicación y entrega, que jamás nadie me había proporcionado. Sus yemas, de movían por mi frenillo, como si miles de lenguas estuvieran revolucionadas en ese único punto. Sus manos diestras, no dejaban ni uno de mis sentidos sin plenitud llena de todo lo que era capaz de hacer para satisfacerme hasta el límite.

 

Cuando pensaba que no podría soportar más aquella tortura perpetua de goce, su cuerpo pleno de hembra, anidó sobre mí convirtiéndonos en un solo. Podía sentir la delicia de su sexo acariciar al mío desde dentro, como si en él residiera toda otra ella, dedicándome por entero una infinidad de movimientos imperceptibles desde el exterior pues ella no se movía, acariciaba sus pechos, me miraba dulcemente, pero sus caderas no se deslizaban de ninguna forma ni para adelante ni para atrás mas mi pene, estaba disfrutando como si dos manos enteras suyas, siguieran sometiéndole a las mismas caricias que antes y mejores, con ella encima de mí.

 

Podía sentir como se empapaba, como me mojaba con sus infinitos y consecutivos derrames que alcanzaba disfrutando de ella, disfrutando de mí.

 

Toqué el cielo con los dedos cuando ella seguía sin tener fin. Me quedé traspuesto unos segundos. Cuando volví en si le dije: “Tu no puedes ser de este mundo”. Me sonrió, me besó y caímos abrazados en el mejor de los sueños.

 

Al despertar ya no estaba conmigo. Su aroma lo impregnaba todo a mi alrededor. ¿Había sido todo un sueño?

 

Volví a casa extenuado. Me duché, me tumbé en la cama y volvía a soñar. Ella aparecía de nuevo en mis sueños. Me miraba, sonreía cándidamente y me susurraba de nuevo al oído: “Muy pronto volveremos a estar juntos”. ¡Nada había sido un sueño! Ella era real y muy pronto, me regalaría de nuevo un día en su compañía.

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