¡GRAN FORTUNA
LA DE ESTAR VIVO!
Me sentí perdida
durante mucho tiempo.
Lo siglos pasaron por delante
de mis ojos como años así sin más.
Emprendí, desde muy pequeña,
el camino amargo del desamor.
Ni madre, ni hermanos,
ni perros, ni gatos,…
nadie me quiso jamás.
Sentir la dulzura de un abrazo
era un concepto más
que abstracto en mi mundo
sin cariño alguno.
Creí ser el peor ser del universo.
¿Quién sería capaz de querer
a una niña que no sabía
qué era el afecto?
Hasta los monstruos más crueles
había sido defendidos por los suyos,
amados por sus madres incapaces
de ver en las manos tatuadas
en sangre de su hijo la culpa.
¡Yo no! Yo nací
con la culpabilidad adherida
a mi piel por entero.
No tenía nada.
No valía nada.
No servía para nada.
¡Nunca me amarían!
Aquella era la peor condena.
El tiempo pasó,
porque el tiempo pasa,
queramos o no.
Seguía sin nada.
Seguía sin valor.
Seguía sin servir para nada.
Mas no necesitaba amor
(no puedes extrañar
lo que nunca tuviste).
La vida era más tranquila.
Vacía, sí, insignificante, humilde,
un paso más antes de llegar a la
tumba.
Así viví por siempre
en mi mundo eterno adquirido.
No me quedaba otra,… había
sido bendecida con aquella
inmortalidad.
¡Gran fortuna la de estar vivo!
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