Jamás pensé que
alguien que no conocía podía despertar tanto deseo en mí. Desde que la vi el
piso que tenía a unos cincuenta metros frente al mío, no pude quitarle la vista
de encima. Fue a finales de abril. Ella iba vestida de blanco y con la luz del
sol, se podía ver toda su silueta trasparentada en él. ¡Era una delicia! Aquel
piso llevaba ya un año sin estar ocupado. Pensé… ¡¡¡QUÉDATELO!!! Y justo en ese
mismo instante, pude ver como me miraba desde su futuro balcón al mío. Se alejó
poco a poco para volver a la semana e instalarse.
Deseaba no
perderme ninguno de sus movimientos. ‘¡Que
locura!’ Pensé. Voyeur a tus cincuentas años. Aquella delicia de criatura
no tendría más de treinta y cinco pero… me había hechizado como una mala cosa.
Compré unos prismáticos, una cámara para cuando no pudiera estar y grabarla, un
telescopio. Cada uno apuntaba a una de sus ventanas y yo deseaba, ansiaba,
poder admirarla cada día, a cada hora. Si, seguro que rumiáis que se puede
considerar algo enfermizo lo que sentía hacia ella. Me da igual lo que penséis.
Yo, a mi manera, la amaba y sólo hacía aquello para protegerla, incluso de mí
si hacía falta.
Un día, ella no
había vuelto aún del trabajo, alguien se había colado en su casa. Tenían cara
de yonquis. Yo no los vi hasta que no regresé a casa. Cuando me di cuenta, ella
estaba apunto de entrar por el portal de casa. Salí corriendo pero llegué
tarde. Ella había entrado y la habían arrinconado contra una esquina con una
navaja uno y una jeringa el otro. Pegué una patada a la puerta y arremetí
contra ellos a golpes. Ella estaba en estado de shock. Cuando estaban
reducidos, llamamos a la policía y se los llevaron. A ella la trasladaron a un
centro sanitario y a mí me obligaron a prestar declaración.
Pasé tres días
angustiosos sin saber nada de ella, sin verla, sin poder observarla. Me iba a
volver loco si no conseguía averiguar algo. ¿Pero dónde llamaba? ¿Con quién
podía ponerme en contacto para saber lo que fuera?
Cuando abrí la
puerta para ir la comisaría, ella estaba allí, como una visión perfectamente
dibujada. Parpadee un poco pues no podía creerlo.
– Perdone. – Me
dijo – Me llamo Natalia. Sólo venía a darle las gracias por lo de otro día. No
quiero molestar.
– Pasa – abrí la
puerta de par en par sin acordarme para nada de todo lo que tenía por mi casa
para no perderme ni uno de sus pasos.
Ella llevaba una
tortilla en sus manos para darme las gracias. Al entrar en aquel santuario a su
honor, pude ver un rubor en sus mejillas y encenderse sus ojos quizás de rabia.
– Disculpe. Yo…
– no pude decir nada más. Ella dejó caer lo que llevaba en las manos y me
asaltó de golpe con el más descarado e impetuoso de los besos.
Sus manos
buscaban atropelladamente por la efusividad, despojarme de mi camisa, de mis
pantalones, de toda mi ropa. Yo no podía contener más a la fiera que había
habitado en mí durante todo aquel tiempo de forma sumisamente autoimpuesta.
Arranqué sus ropas henchido de pasión por entero. Deseaba ver su cuerpo
desnudo, vital, hirviente, derretirse entre mis brazos.
Estábamos los
dos desnudos, uno frente al otro, y con el deseo a flor de piel contenido. Nos
miramos de arriba abajo los dos. Luego nos miramos a los ojos. Nuestras bocas
se estrellaron de nuevo al una contra la otra.
Me cogió de la
mano y me llevó en una silla. Se puso escarranchada encima de mí encajando su
sexo con el mío. Dejó que pudiera sentir como la penetraba poco a poco,
familiarizándome con cada centímetro de sus deslizantes adentros más que
húmedos. Permanecía todo lo quieto que pude para que fuera ella, mi diosa de
las sombras, quien hiciera conmigo lo que deseara. Se empezó a mover poco a
poco. Su deseo aumentaba. Podía notarlo en sus pezones duros, en su piel
escalofriantemente ansiosa de mi piel, del leve y tímido sudor que le
franqueaba la frente y que empezaba a deslizarse de forma deliciosa entres sus
pechos.
Fue acelerando
el ritmo y puede escucharla por primera vez, gritar de deseo. Se derramó por
primera vez sobre mí. Luego, hubo una segunda, una tercera, una cuarta vez. Yo
la miraba e intentaba no derramarme. Me gustaba ver el goce en su cara. Me
encantaba verla disfrutar. Me entusiasmaba hasta el delirio ser parte de su ser
efervescentemente apetito saciado en mí hasta, con mi sexo, con todo mi cuerpo
hasta la extenuación si ella lo deseaba, si yo seguía conteniendo por su
complacencia.
Se incorporó un
momento. Fue hacia la cámara. La enfocó para nosotros y dándole al rec me dijo:
– No deseo que
olvides nunca este momento.
Se arrodilló
frente a mí sin dejar de mirarme a los ojos. Se metió mi verga en la boca y
empezó a lamerla de forma magistral. Primero toda entera en la boca. Luego,
succionando, se deslizó hasta el frenillo, dedicándome por entero miles de
lengüetazos, con la punta de la lengua, cortos, precisos, certeros, que
desataban mi placer en forma de gemidos nada comedidos.
No podía
aguantar más y se lo hice saber. No se apartó. Siguió lamiendo mi sexo hasta
que me derramé en su boca. Se tragó toda mi esencia por entero. No dejaba de
chuparme y chuparme pese a que ya me había ido. Los espasmos de goce me
recorrían el cuerpo de la cabeza a los pies una y otra vez.
Se sentó sobre
mí y me abrazó. Me susurró al oído: ‘¡Gracias
por existir!’.
Desde ese día
ambos somos esclavos de nuestro propio goce. Nos gusta mirarnos, ella a mí, yo
a ella, desde una ventana, desde otra. Masturbarnos para que nos veamos y nos
dejemos llevar en solitario.
Pero cuando
volvemos a encontrarnos, la cámara está siempre ahí, grabándonos, siendo el
tercero de un trío morboso, deliciosos,… máximamente ardiente.
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