Mi matrimonio
lleva años muertos. Desde que nació mi primera hija, me había arrinconado mi
mujer tanto, que dormía ya siempre en el sofá. Primero lo tome como algo
práctico para que ella y la niña estuvieran cómodas y yo estuviera fresco
cuando me fuera a trabajar. Pero llegó la segunda y la distancia entre ambos se
hizo inmensa.
Mis hijas ya
tenían diez y ocho años. Yo no podía aguantar más aquella situación y pactamos
una separación amistosa. Me fui a vivir sólo a un apartamento de un amigo que
me lo alquiló todo el tiempo que yo lo necesitara.
Después de un
mes, mis amigos divorciados, me instaron a ir a un grupo de gente sin pareja
(separados y divorciados la mayoría pero también había algunos solteros). Eran
hombres y mujeres de nuestra edad que se juntaban, preparaban una comida y
charlaban en vez de sucumbir como cuando jóvenes a la típica discoteca. Accedí
pues llevaba muchos años que me sentía muy sólo y necesitaba al menos, hablar
con alguien.
Aquel día se
celebraba el cumpleaños de uno de los del “grupo” y había como una especie de
picoteo, paella y pastel de cumpleaños. Luego había una zona donde poder
sentarse y conversar. También había una pista de baile por si alguien se
atrevía a marcarse unos pasos con la música que pondrían mas tarde. Me lo
estaba pasando francamente bien cuando llegó la hermana de mi mujer. Venía con
tres amigas más y llegaban justo a tiempo para empezar con la comida. Yo estaba
en la otra punta de la sala y no me vio. No sabía que hacer. No estaba haciendo
nada malo pues ella sabía que su hermana y yo nos habíamos tomado un tiempo.
Como había muchas personas (unos cincuenta y tantos) esperaba que no me viera
durante la comida y luego, con una excusa, me largaría para no incomodar a
nadie (no sabía lo que le había contado su hermana ni que versión rebuscada
habría inventando para hacerme a mí el malo de la película y a ella la buena).
La comida trascurrió como si nada, entre charlas, risas y chistes malos (me lo
estaba pasando increíblemente bien). Trajeron el pastel, cantamos cumpleaños
feliz desafinando y las risotadas al abrir con los regalos me sentaron genial.
Ahora, pese a que no quería, tocaba escabullirse sin ser visto. Vi que ella, mi
cuñada, se levantaba como para ir al baño. Le dije a mis amigos que yo también
iba al baño y, mientras ella estuviera dentro, yo me iría por la puerta
principal sin ser visto (los baños estaban a la entrada justo delante de la
puerta). Tenía que ir rápido. Cuando yo salí mirando atrás me tropecé con ella
en la entrada. Nos quedamos los dos mirándonos sorprendidos sin decir palabra.
Luego, no recuerdo cual de los dos, dijo un tímido ‘Hola’ al que el otro,
cortésmente respondió ‘Hola’. Ambos
entramos de nuevo y cada cual nos dirigimos para nuestro grupo de amigos.
Pasó el momento
del café y unos se sentaron a conversar en unos sillones cómodos que había en
la sala y otros a bailar animadamente. Mi cuñada se sentó en uno de los sofás y
en otro un poco lejos de ella con mis amigos. Yo intentaba no mirarla pues me
resultaba extraño todo. Ella me miraba distraídamente de vez en cuando. Mis
amigos se levantaron a bailar y yo me quedé sentado tomando una copa, cuando vi
que se acercaba hacia a mí. Era siete años mayor que yo y yo era siete años
mayor que su hermana (entre ellas había catorce años de diferencia). Había
cumplido los 52 pero se conservaba francamente bien. Pelo liso, castaño claro,
con mechas doradas muy finas. Sus ojos eran azul claro, su figura delgada y
esbelta (era mas alta que su hermana). Llevaba un tacón beige con plataforma
que le estilizaba mas la figura. Un pantalón tejano claro y una blusa estampada
que se trasparentaba un poco si la luz le daba adecuadamente. Se puso delante
de mí y me pidió permiso para sentarse. Asentí con la cabeza.
No sé como
empezamos poco a poco a hablar, primero muy cortados y luego de forma mas
animada (no se parecían en nada. Ella era extrovertida, vivaz, divertida y muy
seductora. Parecía que fuera imposible que ambas, mi esposa y ella, fueran
hermanas. Eran la noche y el día. A mi mujer sólo le importaba el dinero y
ahora, que la cosa no pintaba muy bien, pese al frío que había en la distancia
de la cama también se agudizaba que el trabajo, no nos permitiera llevar el
nivel de vida que había llevados hasta ahora). La gente empezó a marcharse y
nosotros ni nos dimos ni cuenta. Seguíamos hablando como si fuéramos dos viejos
amigos que se encuentran y tienen tantas cosas que contarse que les faltan
horas.
Se nos hizo de
noche y como ella había venido con las amigas pero estas ya se habían ido, me
ofrecí a llevarla a su casa. Ella accedió.
Por el camino la
charla siguió muy animada, hasta empezamos a contar chorradas que nos hicieron
reír mucho a ambos.
Al llegar a su
casa, dentro del coche, seguimos hablando y hablando y hablando. Parecía que
nos habían dado cuerda a los dos y no podíamos dejar la charla. Ella en un
momento dijo:
-
Siento lo que te está haciendo mi
hermana.
-
Bueno, de momento es una separación
amistosa. Tenemos que sentarnos a hablar y ver que camino tomamos.
Necesitábamos espacio los dos.
Ella se quedó
blanca, como si hubiera visto un fantasma. Le pregunté que qué le pasaba pero
hasta la voz se le había helado (estaba claro que dentro de si misma se debatía
en una batalla muy dura lo que era mejor o lo que estaba bien). Al final no se
cual de ambas ganó pero me dijo:
-
Mi hermana te ha puesto una denuncia
por malos tratos para quedarse con todo. Como la empresa empezó a ir mal y todo
lo pusiste a su nombre, te va a dejar sin nada.
No sabía que
responder. Cuando pude articular palabra dije con voz entrecortada:
-
Creo que te equivocas. Si me hubiera
denunciado me hubiera llegado algo al domicilio…
Ahora caía en la
trampa que me había puesto mi mujer. Al irme de casa y no personarme ante el
juez, demostraba que a parte de ser mal marido era un mal padre. Todo pasaba a
ella sin dejarme nada. ¡Poco me importaba lo material! Pero no iba a quitarme
la custodia de mis hijas. Le dije: ‘Tengo que irme’ y ella bajó del
coche diciendo entre un susurro lastimoso: ‘Lo siento’.
Llamé a mi
abogado y conseguí poner todo en orden. Tramitamos el divorcio y conseguí no
perder el poder ver a mis hijas. La lucha fue larga y dura. Me dejó casi sin
fuerzas.
Pasaron los
meses.
Llegó fin de año
y el grupo de divorciados, separados o sin pareja, volvió a organizar una
reunión para celebrar la salida y la entrada al nuevo año. Todo nos vestimos
con nuestras mejores galas y yo, que había pasado unos meses francamente duros,
agradecí poder disfrutar de una despedida a lo grande de un año sinceramente
lamentable. Me vestí con un elegante traje negro para la ocasión, con zapatos y
cinturón a juego, camisa morada y corbata malva con reflejos morados más claros
que la camisa (estaba claramente atractivo porque con tanto papeleo del divorcio,
había perdido esos doce kilitos que me sobraban. En definitiva, había dejado
tras de mí todo lo malo de mi antigua vida, hasta los kilogramos de más
quedándome con lo mejor: la custodia compartida de mis niñas).
Mi cuñada
también vino y cuando entró en la sala (que habían decorado para la ocasión
como si fuera un palacete de lujo, con camareros, catering y demás), todos,
absolutamente todos, tuvimos que girarnos a mirarla. ¡Estaba preciosa! Un
vestido de tirante con pedrería con escote en forma de uve de color berenjena
claro mezclado con reflejos en fucsia. La cintura ceñida y la parte de abajo
del vestido, plisada de forma tan magnifica que cuando pasaba sonaba un
delicioso ruidito que aún te hacía girarte más a mirarla. Llevaba unas
sandalias de color plateado. El pelo liso y suelto. Me sentí afortunado de que
cuando entrar viniera directamente hacia a mí y me diera dos besos el primero.
Comimos el uno al lado del otro y en ningún momento salió a relucir el pasado.
Ella no era mi cuñada era una amiga a la que me había encontrado en una
preciosa fiesta de fin de año.
Todo fue
perfecto en aquella noche: la compañía, la comida, la música, el baile, las
campanadas,… todo. El año nuevo se abría ante nosotros con todas las esperanzas
renovabas. Brindamos las copas y seguimos bailando. Poco a poco, la gente se
fue retirando y nos quedamos muy pocos. Alguien comentó de dejar que recogieran
el lugar e ir a un ático de lujo que había alquilado un amigo para una fiesta.
Nos fuimos de allí y ella se vino en mi coche conmigo. El ático era una pasada:
grande, luminosos, todo lleno de gente y lujo a un extremo que hacía mucho
tiempo que no había visto. Entramos, saludamos al anfitrión que nos dio una
copa de cava a cada uno. Eran las dos pasadas y nos sentamos los dos a charlar
en un lugar apartado en la gran terraza del ático. Allí podíamos hablar
tranquilamente. Hacía un poco de frío y me quité mi chaqueta que le ofrecí y
aceptó cortésmente. ¡Era una gran mujer! Yo era menor que ella siete años y
pese a que la diferencia no era mucho yo creo que siempre me había visto como
un crío. Pero ahora no, ahora me miraba con ojos de mujer y yo a ella con ojos
de hombre. Vino una corriente de aire y se le metió algo en el ojo. Cuando fui
a ayudarla con un ligero soplido no pude resistirme y la bese. ¡Hacía mucho
tiempo que no había besado a nadie! Su boca me devolvió el beso y creí que eso
era lo mejor que podía brindarme la vida: sentirme deseado, de nuevo, por una
mujer.
La abracé con
fuerza y le dije ‘Gracias’ en un susurro que sólo ella pudiera oírlo. Quisimos
retirarnos un poco más de la gente y nos fuimos al fondo de la terraza donde
encontramos una entrada a una de las habitaciones del ático. No recuerdo quien
llevaba a quien pero ambos sabíamos que aquello acababa de empezar y no nos
íbamos a conformar con un beso. Cerramos las puertas de cristal que daban al
balcón. Corrimos las cortinas y mi boca se posó en su cuello. Su aroma era
embriagador. Su mano me acercaba más hasta que me besó de nuevo en los labios.
Mientras nos besábamos apasionadamente, empezó a desabrocharme la camisa. Sus
dedos se colaron por mi pecho jugueteando con cada centímetro de mi piel. Noté
como todo yo, se sumía en un escalofrío tremendamente ardiente jamás sentido.
Separó su boca de la mía y empezó a besar lo que habían recorrido con sus
besos. Su lengua jugueteó efusivamente con mis erectos pezones. Sus manos,
mientras, desabrocharon mi cinturón, mi pantalón, bajaron mi bragueta hasta
llegar a mi sexo tremendamente duro. Bajó mi boxer y sacó mi pene. Empezó a
pajearlo y me corrí al poco tiempo. ¡Hacía mucho que no sentía el contacto de
una mujer! Le pedí disculpas y ella me cerró la boca con un beso. Mientras
seguía besándome, cogió mis manos para indicarme como desabrochar su vestido.
Bajé su cremallera y quité uno a uno los tirantes de sus hombros. El vestido se
precipitó al suelo dejando ante mí un cuerpo de mujer completamente desnudo y
ardiente. Se arrodilló ante mí para quitarme el resto de la ropa. Verla
arrodillada ante mi me excitó como la primera vez (jamás me había pasado antes
el recuperarme de aquella manera). Ella, cuando me hubo desnudado, empezó a
besar mi sexo cuidadosamente. Yo gemía y me deleitaba con aquellos besos tan
dulces. La ayudé a levantarse, quería saborear su cuerpo. Contra los cristales
cubiertos por la cortina, empecé a lamer sus pechos y mordisquearlos
lentamente. Ella gritaba de placer y eso me excitaba aún más. Mi mano se
apoderó de su sexo y eso le gustó. Luego, los dedos, juguetearon primero con su
clítoris y luego con sus agujeros. Ella jadeaba, suplicaba que no parara, gemía
apasionadamente. Una de sus piernas me acercaba más a ella. La cogí y la
levanté en volandas y le introduje mi sexo erecto fuertemente. ¡Fue fantástico!
Sentir el húmedo sexo femenino por primera vez en mucho tiempo me hizo volverme
loco de placer. Primero me movía lentamente pues temía volverme a correr rápido
otra vez, pero cuando recordé lo que era poseer a una mujer y verla disfrutar
por entero, no pude parar de moverme para ver como ella se corría con mi polla
dentro una y otra vez. ¡Era una fiera! No estaba saciada y eso me gustaba. La
dejé suavemente en la cama y cuando le saqué mi sexo chilló como si hubiera
tenido el orgasmo más intenso del mundo al sentirme salir de dentro de ella. Me
pidió que me tumbara y se montó a horcajadas sobre mí. Se movía de forma
magistral. De delante a atrás con una fuerza increíble en su sexo que me
proporcionaba un placer inimaginable. Luego en círculos alternando con los
movimientos rítmicos. Si disfrutaba con aquella amazona encima de mí, más
disfrutaba al oírla chillar y gritar de placer como una posesa. Me decía que
siguieran empalmado, que no me corriera, mientras ella empalmaba un orgasmo con
otro y con otro y con otro más. ‘¡Eres una fiera!’ Le dije entre gemidos susurrantes. ‘Si
no quieres no me correré hasta que tú me lo digas pero no dejes de moverte así.
¡Eres una máquina!’. Eso la puso más caliente y más salvaje. No paraba
de moverse cada vez más fuerte y cada vez más se corría una y otra vez. ¡Era
insaciable! Una mujer insaciable. No se cuanto tiempo estuvimos yo aguantándome
y ella poseyéndome pero hubo un momento en que me dijo,… ‘Correte conmigo’ y así
lo hice. Al notar el calor de mi leche ella gimió de forma eufórica llena de
éxtasis supremo. Yo grité de placer saciado hasta el infinito. ¡Era una diosa
del sexo!
A la mañana
siguiente estábamos los dos juntos en la misma cama. Las ganas no se habían
calmado del todo y volvimos a recordar aquella noche memorable tres veces más
durante el día con más intensidad cada vez. Me pareció estar viviendo un sueño
pero me di cuenta, que en los sueño, nadie te grita que no te corras y yo me
aguanté por ella, por verla disfrutar entre mis brazos, por hacerme disfrutar
entre los suyos, hasta quedarnos saciados de deseo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario