Aquella mujer me
tenía hechizado. Desde que había entrado a trabajar en aquel supermercado me
había lanzado como una especie de embrujo que me tenía totalmente cautivado.
Siempre venía a mi caja y siempre hablando por el móvil, así que nunca podíamos
hablar a parte de decirle el importe de su compra y pedirle que pusiera el
número de su tarjeta para el cobro. Su pelo era castaño y sus ojos de color
miel. Era una mujer elegante pero siempre venía siempre vestida casual, como si
hubiera abierto el armario y hubiera elegido lo primero que había visto. ¡Todo
le quedaba bien! La camisa blanca con el pantalón tejano y botines, el jersey
lila con la falda por encima de las rodillas oscura y botas negras, el blusa
rosa con pantalón negro y tacón del mismo color,… todo. Siempre con el pelo
recogido y siempre, por desgracia, hablando por teléfono. Nunca tenía un día
concreto de venir a comprar pero siempre, siempre, siempre la veía un par de
veces durante la semana. Aquella semana en concreto, que parecía durar un año
bisiesto, aún no la había visto. Llegaba la hora de irme cuando la vi entrar
con la cara toda espantada. Algo la asustaba y no sabía que. ¿Alguien la
perseguía? Si era así me tiraría a su cuello si lo veía entrar o si ella
gritaba aunque fuera sólo una centésima de segundo. Llegó a mi caja y no
hablaba por él móvil. Quería preguntarle si estaba bien pues su cara de espanto
me alteraba pero no pude. Salió y no nos dijimos nada. Yo salí media hora mas
tarde y llovía a mares. Corrí para mi coche y la vi, bajo la lluvia, encogida
como en posición fetal y con las manos en los oídos. Parecía inmóvil como si
algo la hubiera petrificado. Me acerqué a ella y gritó. Le pregunté si estaba
bien y estaba llorando de miedo. La abracé como pude y la metí en mi coche en
la parte trasera para que estuviera mas cómoda, que estaba solo a unas plazas
de distancia del suyo. Ella no se resistió. Luego, dentro de mi coche, le puse
por encima una manta pequeña que solía llevar atrás. Ella seguía con las orejas
tapadas y los ojos cerrados. Le rocé suavemente la mano para no asustarla pero
ella dio un respingo tremendo. Abrió los ojos y me vio. Le volví a preguntar si
estaba bien y me respondió que le asustaban las tormentas. En ese mismo
instante un rayo iluminó el coche y ella volvió a cerrar los ojos, y sin
querer, se tiró a mis brazos buscando un lugar donde refugiarse. ¡Estaba
temblando de miedo! La abracé y cuando llego el trueno, su cuerpo tembló otra
vez de pavor. Intenté consolarla como pude sin dejar de abrazarla. La tormenta
no se iba y llevaba más de media hora abrazado a ella. El olor de su pelo, el
olor de su piel, todo me seguía cautivando poco a poco. La tormenta empezó a
alejarse pero ella seguía en mis brazos refugiada. Cuando por fin se alejó y
salió el sol, casi otra media hora larga más tarde, me miró y me dio las
gracias. Me besó en la boca. Aún no se porque pero me besó en los labios. Su
cara ya estaba más relajada. Yo no sabía que hacer. Deseaba besarla y poder
saborear lo que me había perdido de pura torpeza. Me acerqué a su boca y ella
me respondió al beso. ¡Jamás lo hubiera imaginado! Estar allí, los dos, en mi
coche, besándonos. A ese beso le siguió otro más ardoroso y largo. Sus manos se
perdieron por mi nuca. Las mías por su cintura. No podía dejar de besarla. Ella
no quería dejar de besarme. Sus manos desabrocharon atropelladamente mi
uniforme. Me sentía a su merced y me gustaba. Su boca se poso como un huracán
en mi pecho lamiéndolo de arriba abajo, saboreándome, proporcionándome un
placer renovado. Se quitó la blusa dejando ver su precioso sujetador granate.
Agarró mi cabeza y sacando sus pechos por encima de los aros, me hizo que se
los comiera. Mordí sus pezones y eso la volvió tremendamente loca de placer.
Desabrochó mi pantalón por entero y sacó mi sexo fuera. Deslizo suavemente sus
manos hasta ponerlo tan duro que yo pensaba que iba a explotar de goce. Cuando
yo creía que me iba a derramarme en sus manos, ella paró un instante y metió mi
sexo en el suyo (aún no se como). Empezó a cabalgarme como una loca repleta de
un fuego que nadie podría parar. Su sexo apretaba el mió como si de una mano se
tratara. Cada vez que llegaba a un orgasmo lo soltaba un instante y volvía a
agarrarlo con la misma fuerza proporcionándome un placer jamás imaginado. ¡Mi
diosa me poseía! Me estaba volviendo loco de placer y deseo. Controlaba cada
movimiento, cada movimiento pélvico me acercaba más al nirvana eterno de
orgasmo sin fin. No se cuanto tiempo estuvo ahí, conmigo, encima de mí, dándome
un goce inmenso jamás imaginado y poseyéndome una y otra y otra vez sin que yo
consiguiera derramarme (ella si se corrió diez, veinte,… cincuenta veces o más).
Se inclinó sobre mí y creía que iba a enloquecer cuando sacó mi sexo de su sexo
y se lo metió en el culo. ¡DIOOOOOOSSSSSSSS! Aquel goce jamás lo había sentido.
Apretaba mi sexo con tanta fuerza, con tanto goce que cuando se movió
ligeramente un par de veces, creí que me iba a ir. Pero controlaba, controlaba
tanto que me dejó estar ahí, disfrutando de su increíble culo, del asombroso
placer que este me proporcionaba más de lo que yo hubiera imaginado. Ella era
la que se movía, ella era la que quería más, ella era,… ¡¡¡UNA DIOSA DEL
SEXO!!! Cuando yo creía que iba a perder el conocimiento, que necesitaba llegar
al final, un movimiento certero de su trasero dejó liberar toda mi leche dentro
de ella. ¡¡¡¡DIOOOOOOOOOOOOOOOOOOOSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSS!!!!
¡FUE TREMENDO! Las convulsiones de placer me recorrían todo el cuerpo de la
cabeza a los pies. Mi cuerpo era como una replica de un goce que no paraba, no
del todo. Me quedé frío, sin fuerzas. Su boca buscó la mía y se tumbó sobre mi
cuerpo con la manta por encima de ambos. Yo salí a las tres de la tarde de
trabajar. Eran las diez cuando ella me besaba después de arroparnos a ambos.
¡Jamás olvidaré ese día! Mi hechicera me había dejado aún más hechizado.
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