miércoles, 16 de octubre de 2013

HECHIZADO (relato)

 

Aquella mujer me tenía hechizado. Desde que había entrado a trabajar en aquel supermercado me había lanzado como una especie de embrujo que me tenía totalmente cautivado. Siempre venía a mi caja y siempre hablando por el móvil, así que nunca podíamos hablar a parte de decirle el importe de su compra y pedirle que pusiera el número de su tarjeta para el cobro. Su pelo era castaño y sus ojos de color miel. Era una mujer elegante pero siempre venía siempre vestida casual, como si hubiera abierto el armario y hubiera elegido lo primero que había visto. ¡Todo le quedaba bien! La camisa blanca con el pantalón tejano y botines, el jersey lila con la falda por encima de las rodillas oscura y botas negras, el blusa rosa con pantalón negro y tacón del mismo color,… todo. Siempre con el pelo recogido y siempre, por desgracia, hablando por teléfono. Nunca tenía un día concreto de venir a comprar pero siempre, siempre, siempre la veía un par de veces durante la semana. Aquella semana en concreto, que parecía durar un año bisiesto, aún no la había visto. Llegaba la hora de irme cuando la vi entrar con la cara toda espantada. Algo la asustaba y no sabía que. ¿Alguien la perseguía? Si era así me tiraría a su cuello si lo veía entrar o si ella gritaba aunque fuera sólo una centésima de segundo. Llegó a mi caja y no hablaba por él móvil. Quería preguntarle si estaba bien pues su cara de espanto me alteraba pero no pude. Salió y no nos dijimos nada. Yo salí media hora mas tarde y llovía a mares. Corrí para mi coche y la vi, bajo la lluvia, encogida como en posición fetal y con las manos en los oídos. Parecía inmóvil como si algo la hubiera petrificado. Me acerqué a ella y gritó. Le pregunté si estaba bien y estaba llorando de miedo. La abracé como pude y la metí en mi coche en la parte trasera para que estuviera mas cómoda, que estaba solo a unas plazas de distancia del suyo. Ella no se resistió. Luego, dentro de mi coche, le puse por encima una manta pequeña que solía llevar atrás. Ella seguía con las orejas tapadas y los ojos cerrados. Le rocé suavemente la mano para no asustarla pero ella dio un respingo tremendo. Abrió los ojos y me vio. Le volví a preguntar si estaba bien y me respondió que le asustaban las tormentas. En ese mismo instante un rayo iluminó el coche y ella volvió a cerrar los ojos, y sin querer, se tiró a mis brazos buscando un lugar donde refugiarse. ¡Estaba temblando de miedo! La abracé y cuando llego el trueno, su cuerpo tembló otra vez de pavor. Intenté consolarla como pude sin dejar de abrazarla. La tormenta no se iba y llevaba más de media hora abrazado a ella. El olor de su pelo, el olor de su piel, todo me seguía cautivando poco a poco. La tormenta empezó a alejarse pero ella seguía en mis brazos refugiada. Cuando por fin se alejó y salió el sol, casi otra media hora larga más tarde, me miró y me dio las gracias. Me besó en la boca. Aún no se porque pero me besó en los labios. Su cara ya estaba más relajada. Yo no sabía que hacer. Deseaba besarla y poder saborear lo que me había perdido de pura torpeza. Me acerqué a su boca y ella me respondió al beso. ¡Jamás lo hubiera imaginado! Estar allí, los dos, en mi coche, besándonos. A ese beso le siguió otro más ardoroso y largo. Sus manos se perdieron por mi nuca. Las mías por su cintura. No podía dejar de besarla. Ella no quería dejar de besarme. Sus manos desabrocharon atropelladamente mi uniforme. Me sentía a su merced y me gustaba. Su boca se poso como un huracán en mi pecho lamiéndolo de arriba abajo, saboreándome, proporcionándome un placer renovado. Se quitó la blusa dejando ver su precioso sujetador granate. Agarró mi cabeza y sacando sus pechos por encima de los aros, me hizo que se los comiera. Mordí sus pezones y eso la volvió tremendamente loca de placer. Desabrochó mi pantalón por entero y sacó mi sexo fuera. Deslizo suavemente sus manos hasta ponerlo tan duro que yo pensaba que iba a explotar de goce. Cuando yo creía que me iba a derramarme en sus manos, ella paró un instante y metió mi sexo en el suyo (aún no se como). Empezó a cabalgarme como una loca repleta de un fuego que nadie podría parar. Su sexo apretaba el mió como si de una mano se tratara. Cada vez que llegaba a un orgasmo lo soltaba un instante y volvía a agarrarlo con la misma fuerza proporcionándome un placer jamás imaginado. ¡Mi diosa me poseía! Me estaba volviendo loco de placer y deseo. Controlaba cada movimiento, cada movimiento pélvico me acercaba más al nirvana eterno de orgasmo sin fin. No se cuanto tiempo estuvo ahí, conmigo, encima de mí, dándome un goce inmenso jamás imaginado y poseyéndome una y otra y otra vez sin que yo consiguiera derramarme (ella si se corrió diez, veinte,… cincuenta veces o más). Se inclinó sobre mí y creía que iba a enloquecer cuando sacó mi sexo de su sexo y se lo metió en el culo. ¡DIOOOOOOSSSSSSSS! Aquel goce jamás lo había sentido. Apretaba mi sexo con tanta fuerza, con tanto goce que cuando se movió ligeramente un par de veces, creí que me iba a ir. Pero controlaba, controlaba tanto que me dejó estar ahí, disfrutando de su increíble culo, del asombroso placer que este me proporcionaba más de lo que yo hubiera imaginado. Ella era la que se movía, ella era la que quería más, ella era,… ¡¡¡UNA DIOSA DEL SEXO!!! Cuando yo creía que iba a perder el conocimiento, que necesitaba llegar al final, un movimiento certero de su trasero dejó liberar toda mi leche dentro de ella. ¡¡¡¡DIOOOOOOOOOOOOOOOOOOOSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSSS!!!! ¡FUE TREMENDO! Las convulsiones de placer me recorrían todo el cuerpo de la cabeza a los pies. Mi cuerpo era como una replica de un goce que no paraba, no del todo. Me quedé frío, sin fuerzas. Su boca buscó la mía y se tumbó sobre mi cuerpo con la manta por encima de ambos. Yo salí a las tres de la tarde de trabajar. Eran las diez cuando ella me besaba después de arroparnos a ambos. ¡Jamás olvidaré ese día! Mi hechicera me había dejado aún más hechizado.

 

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