Es raro pero es cierto que a veces lo que te impacta de una
foto, es lo que nadie se percata a simple vista.
Es lógico que esta época vacacional, muchos sean los que,
ya sea para ponerte los dientes largos, ya sea para pasarte por la cara el
ligue del último verano (sin que este sea una película de terror, en
principio), ya sea por intentar ponerte celosa con aquellas que conoció en la
playa, en la piscina, subiendo a una montaña, en urgencias del hospital cuando
le picó una medusa (maldito blandengue. Ir al hospital por una medusa. Suerte
que le dejé hace ya cuatro meses), ya sea porque se crea, quien sea
(normalmente una amiga rubia), que su vida en el “extranjero” por unos meses es
más importante para ti que la tuya propia, te encuentras tanto por wassap como
por e-mail, con un sin fin de lugares y de rostros, que por un instantes, no
son nada ajenos (bueno, hasta que le das a visualizar la próxima foto).
Cuando eliminas de tu mirar esos lugares más que trillados
por los veraneantes de turno y llegas a esa amistad de verdad, que te hace
participe, no sólo con fotos puntuales su viaje, sino con pequeños escritos
sobre la misma, es entonces cuando mirar una foto no es sólo un acto de
contemplación sino que se convierte, en un momento de admiración.
En esas fotos que para ti, por la explicación y la persona
que las remite, tiene olor, color, forma, lugar y fecha, se vuelven como parte
de una ventana a la que asomas la cabeza, con permiso, y de dejas embriagar,
durante unos instantes, de toda su fuerza.
A mí me ha pasado con la foto de una amistad envida desde
Dijon. Una calle solitaria, con una bella casa con media fachada hasta el techo
de madera y la otra media, la parte baja, de piedra blanca. Las ventanas,
pequeñas y cuadradas, con una madera pintada en un rojizo más que cálido. Tras
ellas, una suave y sedosa cortina puramente blanca. El conjunto tanto de la
visión como de la descripción era mas que sublime. Cuando, una curiosidad,
aparece ante mis ojos que sin lugar a dudas, no vio el cámara cuando hizo la
foto, ni el viajante cuando describió aquel lugar. Una pequeña caja eléctrica,
en el exterior de la preciosa casa, en un lateral, con un ojo y una lágrima
cayendo de este. ¿Cómo puede llorar, con esa pena, alguien ante tanta belleza
junta? ¿Quién lo dibujó? ¿Por qué en ese lugar?
Mientras las respuestas siguen sin llegar, algo se encoje
muy adentro en mi pecho y me hace pensar: que ajeno es todo, para los ojos que
miran sin llegar nunca a ver.
MORALEJA: Henry F. Amiel, (1821-1881) escritor suizo, dijo: “Mira dos veces para
ver lo justo. No mires más que una vez para ver lo bello”.
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