miércoles, 6 de agosto de 2014

DESPEDIDA (relato)





A veces las cosas surgen sin más ni más. Llegaba el inicio de las vacaciones y surgió, como si nada, una comida informal a medio día entre compañeros de trabajo. La buena compañía, el no tener que volver por la tarde, un poquito de vino tinto, las risas y esas cosas que pasan cuando estás viviendo un momento desenfadado, tranquilo y feliz.

Al salir a la calle, tras haber pagado la cuenta, todos estábamos un tanto achispados por el momento vivido (y seguro que el vino también tuvo su parte de culpa). Yo no temía coger el coche pues iba y venía en tren al trabajo.

Nos empezamos a despedir con dos besos en la mejilla y más de uno, por no tener la vista en orden, nos hicieron sonreír al estrellarse de frente, boca a boca, con la del compañero. Primero fue la de Jorge con la de Alberto. Algo que nos hizo troncharnos de risa. Pero cuando ya volvíamos a serenarnos de nuestras carcajadas, Carmen y Ruth, hicieron lo mismo involuntariamente sin que eso no nos causara, una vez más, un sin fin de nuevas risotadas.

Enrique se ofreció a llevarme y no dije que no. Era un buen compañero y apenas se desviaría de su ruta diaria. Con el humor aún a flor de piel, llegó una frase inesperada:

-         Al final tú y yo somos los únicos que se han quedado sin beso de despedida.
-         Sí, supongo que somos desafortunados incluso con cierto puntillo – respondí yo.
-         O demasiado hábiles para saber, incluso bebidos, que no todas las bocas son de fiar.

Las risas volvieron a invadirlo todo. Aquel coche se estaba convirtiendo gratamente, en un lugar en que gustaba estar. De pronto, una tromba de agua, empezó a caer fuertemente. Apenas se podía ver nada. Todos los coches que íbamos por la autopista, que sin duda éramos muchos por la hora del día, empezamos a parar poco a poco y a convertirnos en coches en procesión. El agua no paraba y sin duda, como si de un acuerdo se tratara, todos nos quedamos esperando, allí, a que pasara el temporal.

-         Llegarás tarde a casa.
-         No te creas. Hay pocos trenes en agosto. A veces tengo que esperar casi una hora para que pase el siguiente. Suerte que ya empiezo vacaciones.
-         ¿Y ya tienes pensado donde vas a ir?
-         No, aun no lo tengo claro. Deseo descansar y poco más. ¿Dónde irás tú?
-         No lo he pensado tampoco. Sólo deseaba que llegar el día para relajarme y vivir sin tener que poner el despertador.
-         ¡Eso sí es vida! No tener que escuchar el despertador.
-         Sin lugar a dudas – ambos nos reímos.

En ese mismo instante se abrió la guantera del coche causando un ruido seco que me asustó. Fui a cerrarla y él también y nuestras manos se encontraron en un roce. No hubo palabras. Sus manos guarecieron las mías calentándolas entres las suyas. No era un día muy caluroso. El miedo repentino, las había echo enfriarse como en un día de nieve. Me miraba con su mirar cálido y yo no podía, ni quería, apartar la vista de sus ojos. Jamás habíamos estado así, tan cercanos, tan cómodos, tan predispuestos. Sus dedos empezaron a toca suavemente mi brazo. Cerré los ojos para sentir el dulce tacto de sus yemas recorrer mi piel delicadamente. Podía escuchar su latir acelerándose por momentos. Su bom-bom acostumbrado empezó a hacerse cada vez más y más cercano hasta que apenas podían percibirse primero la m y luego la o de cada bom. Aquello me hizo sonreír. Deseaba aquel hombre. Me gustaba ser el objeto de su deseo. Su mano llego a mi cuello. Su tacto amable era cada vez más calido en mi piel. Cuando puso su mano en mi nuca y la acercó a su boca, me sentí perderme por momentos. Me rodeo con sus brazos, mientras yo me fui despojando, poco a poco, de la formalidad acostumbrada entre nosotros. Nos sentimos pegados y nos gustaba.
            
Mi boca buscó su cuello mientras mis besos se perdían por la infinidad que recorría su mentón y su pecho. Mis dedos fueron desabrochando uno a uno los botones de su camisa. No dejaba de mirarme. Yo no apartaba la mirada, pero no podía evitar sonrojarme. El sonría cuando mis mejillas se encendían aún con el acostumbrado decoro. Cogía mis manos, las besaba y luego, me miraba diciéndome que no hacía falta que continuara sin decirlo. Entonce yo, agradecida pero sin ganas de tirar la toalla, le besaba la boca y ponía sus manos en mi blusa, dándole permiso para hacer lo mismo que yo estaba haciendo con él.

Cuando desabrocho por completo mi blusa, esperó que fuera yo la que la abriera. Deseaba mostrarme a él. Al ver mi pecho al descubierto, preso sólo por el sujetador blanco, beso cada rincón desde el cuello hasta mi escote, de forma sabrosa y dulce. Cuando me miró fijamente de nuevo a los ojos, fui yo la que hice lo mismo con su torso, obligándole de forma tierna, a que se recostara en su asiento. Me tumbé casi encima de él, para poder besar su cuerpo hasta la cintura. Luego mi lengua juguetona, recorrió el mismo territorio incrementando sus gemidos y mi deseo. Alcancé la palanca de asiento y lo recliné todo lo que pude para atrás. Levanté un poco mi falda, para poder ponerme a horcajadas, encima de él. Sus manos se posaron en mis pechos. Sus dedos buscaron mis pezones y con gusto, los fueron pellizcando delicadamente haciendo mi susurro provocado intensamente generoso. Podía notar su sexo crecer y crecer bajo mis braguitas. Desabroché su bragueta, liberándolo por fin de su prisión. Deslice mis manos, jugueteando con él sin prisa. Teníamos tiempo, mucho tiempo. Mis dedos jugaban con su glande húmedo, mientras con mi otra mano, podía acariciar la piel que bajaba con mucha parsimonia viendo como su cuerpo se estremecía de placer cada vez más y con más fuerza. Podía ver en su cara como deseaba que no parara, que siguiera, que le diera más de lo que había estado guardando, sin saberlo, para él. Se acercó a mis pechos liberándolos para que su lengua, se derritiera con cada estremecimiento tras cada uno de sus lametones. Mi sexo hervía de deseo. Ladee mi braguita y mientras sentía su boca perderse en mi escote, introduje su sexo en el mío. El primer contacto fue como una descarga de cien mil voltios en nuestros cuerpos. Se recostó hacía atrás de golpe y yo contra la luna del vidrio tras sentirlo totalmente dentro de mí. Empecé a moverme lentamente, sintiendo como entraba y salía de mí sin reservas. Nuestros susurros de goce fueron subiendo de tono al compás del vaivén acompasado que los dos empezábamos a dominar con maestría. Podía sentirlo cada vez más duro dentro de mí. Mi sexo, complacido, no podía dejar de demostrarle lo gustoso que estaba, con todo el ardor de mi cuerpo. Sus manos me aferraban por la cintura. Mis movimientos eran cada vez más rápidos. El ansia nos devoraba. No podíamos frenarnos, no ahora. Gemía. Yo gritaba. Me empujaba desde abajo hacia arriba con su virilidad. Yo hacia abajo con mis ganas. Todo se nubló y un gritos poseído de arrebato, invadió todo el espacio a nuestro alrededor.

Sin duda, nada había estado predispuesto para que ocurriera nada. Pero ocurrió y fue, francamente, inolvidable. 

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