A veces las
cosas surgen sin más ni más. Llegaba el inicio de las vacaciones y surgió, como
si nada, una comida informal a medio día entre compañeros de trabajo. La buena
compañía, el no tener que volver por la tarde, un poquito de vino tinto, las
risas y esas cosas que pasan cuando estás viviendo un momento desenfadado,
tranquilo y feliz.
Al salir a la
calle, tras haber pagado la cuenta, todos estábamos un tanto achispados por el
momento vivido (y seguro que el vino también tuvo su parte de culpa). Yo no
temía coger el coche pues iba y venía en tren al trabajo.
Nos empezamos a
despedir con dos besos en la mejilla y más de uno, por no tener la vista en
orden, nos hicieron sonreír al estrellarse de frente, boca a boca, con la del
compañero. Primero fue la de Jorge con la de Alberto. Algo que nos hizo
troncharnos de risa. Pero cuando ya volvíamos a serenarnos de nuestras
carcajadas, Carmen y Ruth, hicieron lo mismo involuntariamente sin que eso no
nos causara, una vez más, un sin fin de nuevas risotadas.
Enrique se
ofreció a llevarme y no dije que no. Era un buen compañero y apenas se
desviaría de su ruta diaria. Con el humor aún a flor de piel, llegó una frase
inesperada:
-
Al final tú y yo somos los únicos
que se han quedado sin beso de despedida.
-
Sí, supongo que somos desafortunados
incluso con cierto puntillo – respondí yo.
-
O demasiado hábiles para saber,
incluso bebidos, que no todas las bocas son de fiar.
Las risas
volvieron a invadirlo todo. Aquel coche se estaba convirtiendo gratamente, en un
lugar en que gustaba estar. De pronto, una tromba de agua, empezó a caer
fuertemente. Apenas se podía ver nada. Todos los coches que íbamos por la
autopista, que sin duda éramos muchos por la hora del día, empezamos a parar
poco a poco y a convertirnos en coches en procesión. El agua no paraba y sin
duda, como si de un acuerdo se tratara, todos nos quedamos esperando, allí, a
que pasara el temporal.
-
Llegarás tarde a casa.
-
No te creas. Hay pocos trenes en
agosto. A veces tengo que esperar casi una hora para que pase el siguiente.
Suerte que ya empiezo vacaciones.
-
¿Y ya tienes pensado donde vas a ir?
-
No, aun no lo tengo claro. Deseo
descansar y poco más. ¿Dónde irás tú?
-
No lo he pensado tampoco. Sólo
deseaba que llegar el día para relajarme y vivir sin tener que poner el
despertador.
-
¡Eso sí es vida! No tener que
escuchar el despertador.
-
Sin lugar a dudas – ambos nos
reímos.
En ese mismo
instante se abrió la guantera del coche causando un ruido seco que me asustó.
Fui a cerrarla y él también y nuestras manos se encontraron en un roce. No hubo
palabras. Sus manos guarecieron las mías calentándolas entres las suyas. No era
un día muy caluroso. El miedo repentino, las había echo enfriarse como en un
día de nieve. Me miraba con su mirar cálido y yo no podía, ni quería, apartar
la vista de sus ojos. Jamás habíamos estado así, tan cercanos, tan cómodos, tan
predispuestos. Sus dedos empezaron a toca suavemente mi brazo. Cerré los ojos
para sentir el dulce tacto de sus yemas recorrer mi piel delicadamente. Podía
escuchar su latir acelerándose por momentos. Su bom-bom acostumbrado empezó a
hacerse cada vez más y más cercano hasta que apenas podían percibirse primero
la m y luego la o de cada bom. Aquello me hizo sonreír. Deseaba aquel hombre.
Me gustaba ser el objeto de su deseo. Su mano llego a mi cuello. Su tacto
amable era cada vez más calido en mi piel. Cuando puso su mano en mi nuca y la
acercó a su boca, me sentí perderme por momentos. Me rodeo con sus brazos,
mientras yo me fui despojando, poco a poco, de la formalidad acostumbrada entre
nosotros. Nos sentimos pegados y nos gustaba.
Mi boca buscó su
cuello mientras mis besos se perdían por la infinidad que recorría su mentón y
su pecho. Mis dedos fueron desabrochando uno a uno los botones de su camisa. No
dejaba de mirarme. Yo no apartaba la mirada, pero no podía evitar sonrojarme.
El sonría cuando mis mejillas se encendían aún con el acostumbrado decoro.
Cogía mis manos, las besaba y luego, me miraba diciéndome que no hacía falta
que continuara sin decirlo. Entonce yo, agradecida pero sin ganas de tirar la
toalla, le besaba la boca y ponía sus manos en mi blusa, dándole permiso para
hacer lo mismo que yo estaba haciendo con él.
Cuando
desabrocho por completo mi blusa, esperó que fuera yo la que la abriera. Deseaba
mostrarme a él. Al ver mi pecho al descubierto, preso sólo por el sujetador
blanco, beso cada rincón desde el cuello hasta mi escote, de forma sabrosa y
dulce. Cuando me miró fijamente de nuevo a los ojos, fui yo la que hice lo
mismo con su torso, obligándole de forma tierna, a que se recostara en su
asiento. Me tumbé casi encima de él, para poder besar su cuerpo hasta la
cintura. Luego mi lengua juguetona, recorrió el mismo territorio incrementando
sus gemidos y mi deseo. Alcancé la palanca de asiento y lo recliné todo lo que
pude para atrás. Levanté un poco mi falda, para poder ponerme a horcajadas,
encima de él. Sus manos se posaron en mis pechos. Sus dedos buscaron mis
pezones y con gusto, los fueron pellizcando delicadamente haciendo mi susurro provocado
intensamente generoso. Podía notar su sexo crecer y crecer bajo mis braguitas.
Desabroché su bragueta, liberándolo por fin de su prisión. Deslice mis manos,
jugueteando con él sin prisa. Teníamos tiempo, mucho tiempo. Mis dedos jugaban
con su glande húmedo, mientras con mi otra mano, podía acariciar la piel que
bajaba con mucha parsimonia viendo como su cuerpo se estremecía de placer cada
vez más y con más fuerza. Podía ver en su cara como deseaba que no parara, que
siguiera, que le diera más de lo que había estado guardando, sin saberlo, para
él. Se acercó a mis pechos liberándolos para que su lengua, se derritiera con
cada estremecimiento tras cada uno de sus lametones. Mi sexo hervía de deseo.
Ladee mi braguita y mientras sentía su boca perderse en mi escote, introduje su
sexo en el mío. El primer contacto fue como una descarga de cien mil voltios en
nuestros cuerpos. Se recostó hacía atrás de golpe y yo contra la luna del
vidrio tras sentirlo totalmente dentro de mí. Empecé a moverme lentamente, sintiendo
como entraba y salía de mí sin reservas. Nuestros susurros de goce fueron
subiendo de tono al compás del vaivén acompasado que los dos empezábamos a
dominar con maestría. Podía sentirlo cada vez más duro dentro de mí. Mi sexo,
complacido, no podía dejar de demostrarle lo gustoso que estaba, con todo el
ardor de mi cuerpo. Sus manos me aferraban por la cintura. Mis movimientos eran
cada vez más rápidos. El ansia nos devoraba. No podíamos frenarnos, no ahora.
Gemía. Yo gritaba. Me empujaba desde abajo hacia arriba con su virilidad. Yo
hacia abajo con mis ganas. Todo se nubló y un gritos poseído de arrebato,
invadió todo el espacio a nuestro alrededor.
Sin duda, nada
había estado predispuesto para que ocurriera nada. Pero ocurrió y fue,
francamente, inolvidable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario