Los
pies se sabían aquel camino de memoria. Uno tras otros, sobre una acera
estrecha de la parte mas olvidada del mundo terrenal, torpemente acicalada a
causa del tiempo hasta la puerta de aquel bar dónde era uno más de la familia.
Llegaba
a la puerta que abría con una ilusión que se perdió hace algunos años. Junta
aquella estúpida ley redactada para
gente que nunca había tenido voz propia, perdía el poder de disfrutar de uno de
los placeres más dolientes de este mundo: el derecho a matarme poco a poco.
Aquel humo, aquel perfume a alquitrán desgastado, el rumor que se oía cuando se
encendía la cerilla y se empezaba a quemar la punta de una muerte lenta dulce,
amarga, libre,… Con aquella legislación el médico también me sentenció a mi a
vivir sin mi apacible veneno que me lapidaba según él y que yo sentía que me
daba media vida.
Al
entrar a mi bar ya no había aquel
aroma a puro barato, a tabaco gastado, a chasquido intranquilo de uno de los
compañeros de la mesa de cartas que volvía a perder y aplastaba de forma
incontrolada la colilla contra el cenicero de cristal. ¡Todo eso ya no existía!
Me
sentaba en mi taburete de costumbre y Anastasio se acercaba con mi café sólo
que bautizaba delante de mi con aquel arte antiguo en el que el chorrito no era
sólo una forma de decir,… te bendigo con
el mejor mal que hace que el alma se eleve y tiemble el espíritu. Yo
internamente gritaba “anamen” para no
resultar religiosamente incoherente con lo que me habían enseñado durante tanto
tiempo de dictadura, de educancia en
ese Dios tan gratuito que nos tenían impuesto por activa y por pasiva a los que
habían arrojado a sus brazos mas de un compatriota que había luchado por una
patria desgastada que ya no tenía ni nombre propio.
Lo
sorbía con esa tranquilidad que de los años esperando en la barra a mis
compañeros de gesta. A ellos también los años les habían marcado durante mucho
tiempo pero aquel lugar olvidado nos dejaba ser nosotros y ‘cagarnos en los muertos de más de uno si nos
salía de los cojones’ como decía siempre Juan. Y es que lo que habíamos
conseguido con ese tiempo que se nos había regalado según más de un inculto,
nos permitía ser más nosotros que otros que seguían reprimiéndose hasta la hora
de ir a cagar. ¡Nosotros si que habíamos pasado momento duros! Ahora sólo se
vivía con una ignorancia tan grande que daba hasta pena escuchar a ese
generación que ya no era X, ni Y, sino que era una generación que no tenía ni
letra que encajara con tanta incultura de un pasado demasiado reciente.
Algunos, los que tenían papas que
podían pagar las multas, se llenaban la boca con palabras que ni entendía, con
gritos a gentuza que no se merecía vivir en este país, eso si,… sin ir nunca
sólo. ¡Qué lástima! No cojas a unos cuantos capullos más a los que has
convencido o que te han convencido y en vez de vestirte con ropas de camuflaje,
alístate para ser soldado y coge un rifle en una situación de guerra. A mi me
gustaría verte en esa situación niñato sin tus papis para protegerte ni tus
compinches sin cabeza.
Miré
el reloj y era más tarde que de costumbre. Bebí otro sorbo de mi café y miré a
la puerta con impaciencia. ¿Dónde se habrán metido Julio, Jorge y Juan?
Por
fin aparecieron Juan y Julio por la puerta con las caras desencajadas y
cabizbajos:
–
¿Qué pasa? ¿Por qué no ha venido Jorge? – pregunté un tanto impaciente por
empezar nuestra partida de cartas.
Se
sentaron a mi lado y esperaron a que les sirvieran el café.
–
Jorge a muerto esta mañana de fallo al corazón – me dijo Julio mientras acercaba
la taza de café solo a su boca.
–
Hoy si que no regresará como aquel día que fuimos a cazar y se pasó tres horas
buscando la perdiz que creyó haber matado – dijo Juan con cara desencajada
mientras sorbía su café.
–
No hay que estar tristes – dije con el corazón encogido. – ¿Cuándo es el
funeral?
–
Mañana, 20N. – dijeron los dos a la vez
–
Bueno, al final alguien que valió la pena recordar, será enterrado con los
honores que se merece en un día como ese – dije con una alegría compartida que
sentí que también invadía a mis compañeros.
–
Anastasio,…¡Tráenos cuatro copas de coñac y llénalas! – gritó Julio desde la
otra punta de la barra.
–
¿No querrás decir tres? – respondió Anastasio algo confuso.
–
No amigo, no. ¡Son cuatro! Hoy vamos a beber por última vez los cuatro y hay
que hacerlo todos a la vez.
Sirvió
las copas que alzamos a la vez gritando los tres: ¡POR JORGE! Al unísono.
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