EXISTIR AL FINAL
Hubo un día que el tocarte
se convirtió en algo bello,
tremendamente placentero,
parte de un ritual sin
el que no podía vivir.
Cada roce, cada gesto,
cada paso hacia delante
era gratamente correspondido.
¡Me gustaba nuestra vida!
Los minutos era pocos,
escasos, compartidos, intensos,
como cuando uno mira a la muerte
a la cara y sabe que pronto
caerá en la oscuridad eterna.
¡Vivíamos al límite!
El precipicio era nuestro
punto de encuentro,
donde los cuerpos chocaban
justo al borde y se
derramaban uno con el otro.
El equilibrio era vital
para no caer,
para no perderse en el filo,
la cordura para dejarse
precipitar al insólito vacío.
Los días pasaban.
Sentía el mono
apoderarse poco
a poco de mi cuerpo.
No estabas.
No te veía.
No podía meterme
un chute de ti
en mi cuerpo.
¡LO NECESITABA!
Encerrada se me escapaba
todo lo que no era sueño,
no para mí.
Aquella mañana,
me levanté curada,
miré por la ventana
y allí estabas tú.
No me tendiste una mano.
No me llamaste a tu lado.
El fulgor de tus ojos
me llevó, de nuevo, al coma.
¡Me enganché de nuevo!
Ya no importaba nada más.
Volvía a haber filo,
precipicio, cuerpo a cuerpo.
Si no existía al final
no me importaba.
¡Era inmenso sentirte
correr dentro de mi!
Morir no era nada
y nada más me importaba.
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