LEY DEL HIELO
Nadie se ha tomado
jamás la molestia.
Definirse de modo vulgar
y corriente era mucho más fácil.
Llegado el momento todo era
un cúmulo de cosas aprendidas
por mi parte,
un sinfín increíblemente
vacío de nada elevado al infinito.
Sabía de color pintarte la luna
o si preferías que te pintara el sol.
Aprendí todo lo que te rodeaba,
no por obligación,
no por dictamen divino,…
la amistad es eso.
Más cuando llegaba mi fecha,
mi día, ni siquiera
un felicidades me merecía.
¡Que triste!
¡Que colosal desconsuelo!
Daba igual que nombre
llevaras atado a tu cuerpo
(Juan, Fran, Julio, Andrés, Jorge).
Nunca había una cosa,
por pequeña que fuera,
una nota al margen
de cualquier calendario,
que te recordara
mi fecha de existencia.
Siempre esperando
una sorpresa que jamás existía.
Deseando abrir la puerta,
cualquiera de ellas, y fascinarme.
¡No llegaba nunca!
¡Nadie me conocía!
Nadie sabía ni mi color,
ni la marca de mi perfume,
ni el aroma de mi gel,
ni el champú elegido por mí.
Nadie recordaba
que prefería una luna
a cualquier sol ardiente.
Que la playa no era
un problema siempre
que no fuera enorme,
poblada, absurdamente de moda.
Que la montaña es el mejor lugar
donde escaparse cuando el día es amargo.
Que el silencio era considerable
aceptable si se conocía mi rostro confuso.
Que un simple gesto como recordar
mi nombre era más que suficiente.
Una ley de hielo inmerecida
para una persona entregada.
¡El dolor se quedaba corto!
Confusa, olvidada, desaparecida
sin existir jamás en tu mundo.
Una planta mustia olvidada
para siempre en un rincón cualquiera.
La respuesta adecuada
que utilizabas a tu antojo.
¡Ser nada! A eso me habías
condenado desde el primer día.
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