GIGOLÓ
Aparece el teléfono
evitado en mis manos.
¿Te llamo?
Una voz masculina
ilumina mi ardor
desde el otro lado.
“Mañana.
¿A las doce?
¡Perfecto!”
Cuando una princesa volvía
a su casa después de perder
un zapato tras encontrar el amor,
yo me precipitaría
en brazos de un desconocido,
en su cuerpo,
en su boca,
en su sexo.
¿Y el amor?
¡No me interesa!
¡No lo busco!
¡No lo codicio!
¡No lo pretendo!
Ni su nombre,
ni su apellido,
ni si me llamará mañana,
ni si soñará conmigo.
El placer supremo
no entiende de niñerías.
Su ardor me atraviesa,
me lleva al éxtasis perpetuo
una y otra, y otra vez.
¡Gimo! ¡Grito! ¡Muerdo!
Las ganas me incendian,
me quema el apetito,
me escalda la fiebre insaciable de sed,
me enmudece el cuerpo por entero.
Pasaron las horas.
¡Se va! No hay beso de despedida.
Desaparece el dinero
de la mesa en sus manos.
“Volveré a llamarte” digo yo.
“Cuando quieras” responde él.
Un guiño cómplice de realidad.
La cama sola y
el sueño,… plácido.
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