Paseaba por el
mercadillo de mi ciudad. Es de aquellos momentos que necesitas escaparte a
solas, mezclarte con la gente y no por nada en concreto.
Caminaba entre
gritos de ofertas a un euro, entre gritos de lo mejor para los reyes en este
puesto y en el de más allá y en el otro, oliendo a churros recién hechos y sin
quedarme con ningún rostro en concreto en la retina. Sin mirar caras, sin
dibujar ojos ante mi. Sólo un deambular sencillo de una persona que necesitaba
quizás incluso hasta escapar de si misma.
Al girar en una
de las esquinas, un puesto que siempre había visto de pasada, más solitario que
de costumbre. De sus hierros puesto para colgar el material, rojos muy
llamativos, negros y blancos, dorados con brillantina y mucha blonda por aquí y
por allá. Era un puesto donde se vendía lencería, pero no sujetadores o
bragas,… ¡Eso no! Donde se vendían corpiños, ligas, medias, ligeros, antifaces,
disfraces con los que uno podía seducir y otro ser seducido.
Me acerqué pues
solo estaba la señora que atendía el puesto y una mujer rubia. La señora que
despachaba el puesto era una gitana preciosa de unos cuarenta y tantos muy bien
llevados, sin pelos en la lengua pero con una educación y sin nada de la
chabacanería a la que estamos acostumbrados en los mercadillos. La mujer rubia
tenía también sus cuarenta y pocos, pelo cortado por encima de los hombros,
ojos marrones y piel blanca. Deseaba comprar algo para aquella noche, la noche
de fin de año, para volver a enamorar a su pareja con algo especial. Empezó a
mirar corpiños que la dependienta nos sacaba a ella y a mí. No sé como, pese a
no tener la misma talla, nuestras manos se encontraron encima de un modelo
precioso. Nos dimos corriente por la electricidad estática pero fue entonces,
con ese simple gesto, que ambas nos miramos a los ojos y nos vimos la una a la
otra. Nos sonreímos y empezamos a hablar de nuestros gustos en material de
lencería. Ella quería algo rojo para aquella noche. Y yo, pese a que no
buscaban nada en concreto, me impacto mucho un corsé blanco que vi ante mis
ojos.
Hubo un momento
entre el frío y demás, que ella necesitaba ayuda para probarse el corpiño por
encima de la ropa y me pidió que la ayudara. Pronto pude notar como aquello se
estaba convirtiendo en todo una iniciación a lo desconocido que antes no había
probado. Note su pecho bajo mis dedos. Ella me pedía que le ciñera más el
corsé, que no sufriera. Arrimó su cuerpo contra el mío mientras yo permanecía
completamente desconcertada ante todo. ¡Era una mujer muy bella! Podía notar el
aroma de su piel penetrarse por cada poro de aquel jersey que intentaba
protegerla del frío. Se quitó la chaqueta un momento y me pidió que lo ciñera
también por detrás para ver como quedaba. Una vez tras ella, arrimó su cuerpo
al mío, consciente o inconcientemente, y pude notar la fuerza de sus curvas, la
potencia de sus ganas, colarse por mi cuerpo como si una descarga de adrenalina
lésbica nos hubiera traspasado por entero. Desde aquel instante, nada fue
comedido, nada fue casual, nada fue igual ni lo sería nunca jamás.
Su cara
enrojecida de placer era bien visible ante todos, pero sólo yo sabía lo que
ardía en su interior y en el mío. Mi sexo empezó a humedecerse y sabía que el
suyo estaba sufriendo lo mismo que el mío. Apreté mis piernas para sentir aun más
la excitación y dejarme llevar delante de todos por aquel regalo que la vida me
brinda sin más ni más. Ella cogió otro corpiño para probárselo y puede ver como
se acariciaba los pechos haciendo como que los colocaba para saciar también su
sed que nacía de ese instante. Sus pezones erectos, no por el frío, despuntaron
cuando hubo quitado aquel nuevo corpiño de encima.
“¡Elígeme tú uno
para mi!” me dijo y yo obedecí sin más.
Descolgué uno de los que había en la parada negro y rojo. Lo acerqué a su
cuerpo. Ella no me puso impedimento ninguno. Deseaba que la tocara, que pudiera
sentir de nuevo su el tacto de su cuerpo bajo las yemas del mis dedos. Se
entregó a mí de manera lascivamente recatada. Se notaba que anhelaba ser tocada
por mí sin reservas. Yo, temerosa de la gente, apenas pude dedicarles las
caricias que hubiera deseado y más. Pero si fui capaz de arrancarle un gemido
que me hizo enloquecer de placer.
Luego ella, sin
yo pedírselo, cogió uno negro precioso y me dijo que ese me quedaría
francamente bien. Me despoje de mi abrigo y fue ella la que me lo colocó por
encima de la ropa. Sus dedos acariciar a consciencia mis pechos. Cuando fue
atarlo, pude sentirla pegada a mi nunca, respirando de forma tan morbosa, que consiguió
que me corriera y tuviera que aguatar de pie la sensación de un orgasmo bestial
que casi me hizo perder la posición vertical. Nos miramos a los ojos en ese
instante. Ella también había conseguido derramarse con aquella situación tan
lasciva. Cuando dejamos de mirarnos pudimos ver como otra persona desde la
lejanía había sido también participe de nuestro extraño encuentro delante de la
parada de lencería del mercadillo. Un hombre estaba allí mirándonos, fijamente,
sin miedo, sin reservas y asentía con la cabeza pues sin lugar a dudas, aquel
encuentro también le había resultado fortuitamente oportuno a sus ganas de
saciar su sed.
Pagó ella
primero su corpiño y al despedirse con un par de besos ya comedidos, me dijo:
“Esta noche cuando me lo ponga, me acordaré de ti”. Se alejó sin que yo supiera
ni su nombre ni ella el mío. Ella había sido mi maestra en el primer contacto
lésbico y jamás la olvidaría.
Cuando llegué a
casa me probé mi corpiño pensando también en ella. Mis manos ya sin estar
presas, desfogaron ahora sin con desenfreno, todo lo que mi sexo había tenido
que soportar. Mis dedos jugaban con mi sexo que aún estaba húmedo por su culpa.
Grité, me mordí el labio, me desviví toda en la soledad de mi habitación.
Cuando me derramé entera sobre la cama, ante el espejo de mi habitación, sólo
pude pensar: ¡Deseo probar más! ¡Deseo ir más lejos!
muy buen relato...
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