Nadie sabe lo
que es vivir a la sombra de una mala persona. Estar aislada, sin voz, sin
cuerpo, sin esencia, casi sin vida. Pero lo peor de todo, sin libertad.
Por amor las
mujeres hacemos grandes estupideces. Cuando este se acaba, y sólo queda algo
parecido a lo que en un ayer tú conocías como coraje, la puerta de tu casa se
cierra tras de ti para no volver a abrir nunca más.
Viví maltratada
durante mucho tiempo, pensando que el maquillaje, el deseo de ponerme una falda
para vestir, el deseo de parecer mujer y sentirme así, era pecado, uno que se
pagaba muy caro pues en mi cuerpo ya no tenía un ápice de piel sin dolor en
todo mi cuerpo.
Hubo policías,
hubo abogados, hubo psicólogos, hubo mujeres como yo que ya habían salido vivas
de aquel mundo de golpes, miedo y sufrimiento, que me ayudaron en mi nueva
etapa de mi vida.
Una noche,
después de cinco largos años, me atreví a salir con algunas de mis nuevas
amigas a un karaoke cercano. Todas deseaban que me arreglara, que me quitara de
encima alguno de los miedos que aún me quedaban. ¡No confiaba en los hombres!
No podía permitírmelo. No deseaba volver a sufrir nunca jamás.
¡Como me reí
aquella noche! Todas cantaron una canción tras otras sin miedo a desafinar.
Todas reíamos y nos sentíamos bien. Una de ellas empezó a gritar: “¡Que cante Lidia! ¡Que cante Lidia!” Yo
decía que no, que no, que no. Al final, salieron todas conmigo para cantar una
sola. Eligieron la de Gloria Trevi titulada
Todos me miran. Al sonar las primeras notas de la canción, yo que era la
única que sostenía el micrófono, me quedé sola. Todas bajaron de golpe del
escenario. Había escuchado aquella canción un par de veces pero al ver las
letras aparecer, creo que creí que me moría de golpe…
Tú me hiciste
sentir que no valía
y mis lágrimas cayeron a tus pies
me miraba en el espejo y no me hallaba
yo era sólo lo que tú querías ver.
y mis lágrimas cayeron a tus pies
me miraba en el espejo y no me hallaba
yo era sólo lo que tú querías ver.
Lo leí con un
nudo en la garganta que apenas me permitía casi ni respirar. Las lágrimas se
amontonaban en mis ojos. ¡No podía más! Un hombre se lanzó al escenario, me
arrebató el micrófono, lo tiró al suelo y me sacó por un lateral.
Me abrazó y yo
me quedé inmóvil. No podía ni moverme. Había entrado como en una especie de
shock. No me salían las palabras.
Su voz me dijo
suavemente: “Déjalo salir”. En ese
instante mi cuerpo entero empezó a convulsionar de rabia. Yo gritaba de dolor,
con llanto, con rabia, con impotencia. ¿Cómo me habían hecho tanto daño? ¡Como!
Alguien al que amaba con todo mi alma.
No sé cuanto
tiempo estuve desahogándome entre los brazos de aquel hombre que intentaba que
no cayera al suelo. Cuando me hube calmado, pude verle el rostro. Lo conocía,
de vista, era uno de los policías que había venido un par de veces cuando mi
pareja se había saltado la orden de alejamiento. Era un hombre simpático,
amable que siempre me decía: “No dude.
Llamé en cuento lo vea. Puede de un segundo de que nosotros…” y su frase la acababa yo siempre diciendo “…lleguéis a tiempo”.
Me dijo que me
llevaría a casa. Yo accedí. Me sabía mal pues no recordaba su nombre. Cuando me
dejó en casa me dijo: “Me llamo Félix”.
Bajó del coche, me abrió la puerta y me despedí con la mano.
Desde aquel día,
como si de una aparición se tratara, coincidía con él en muchos lugares: en la
panadería, en el supermercado, en correos, en la pescadería. Otra habría
pensado en acoso. Yo lo tomaba aquello como un guarda espaldas que la vida me
había puesto para protegerme. Nuestras conversaciones no eran muy largas que
digamos. Pero siempre, siempre, siempre, acababa acompañándome a casa.
Pasaron los
meses y un día se atrevió a decirme por fin: “¿Y si comemos juntos un día?” Si me hubiera dicho a cenar le hubiera dicho
que no pero una comida estaba bien. Tenía que agradecerle lo mucho que cuidaba
de mí y la pagaría yo sino no iba. Accedió a regañadientes.
La comida fue
muy bien, nos dimos cuentas de que teníamos muchas cosas en común, incluso un
matrimonio que había resultado un fiasco. Me sentí como nunca hablando con
aquel hombre del que apenas conocía casi nada.
Cuando acabó la
comida, me llevó a casa y me pidió permiso para darme un beso. Vi en esa pregunta un acto tan tierno que me acerqué
yo y rocé mis labios con los suyos un instante.
Me miró
fijamente y me dijo: “Eso no es un beso” mientras
acercaba su boca a la mía. Su boca era dulce, tierna y sus labios, sabían como
deleitar a los míos hasta hacerles perder la poca consciencia que le quedaba.
Aquella misma
semana, deseaba invitarle a cenar pero no había manera de verle por ningún
sitio. ¿Se lo habría tragado la tierra? Cuando ya desistía de ofrecerle mi
propuesta que desea que no considerara algo muy atrevido, me tope, pero de
bruces, con él. No se como pasó pero cuando saqué mi cabeza de su pecho
reconfortante sólo alcancé a decir: “¿Vienes
a cenar a mi casa?” Él me regalo una
sonrisa dulce y me dijo que sí, que vendría.
Yo estaba como
un flan. Hacía mucho, pero mucho, pero mucho tiempo que yo no había estado con
un hombre a solas que no fuera mi ex marido. Se que quemó la cena, no daba pie
con bola y cuando llegó la hora a la que había quedado con él, sonó el timbre
de debajo de mi piso y ni siquiera me había duchado. Abrí la puerta toda
espantada y él me dijo: “¿Pasa algo?” Asustado de veras. Le respondí que la cena se
había revelado contra mí. Sonrió, me dijo que no me preocupara y que si deseaba
irme a arreglar, que el se encargaba de todo.
Me fui al baño.
Me arreglé y cuando volví al comedor, había unas velas encendidas y en mitad de
la alfombra del suelo, una pizza con dos copas de agua. Me reí por la escena
tan dulce que había montado en un momento. Nos sentamos uno enfrente del otro.
No podíamos dejar de mirarnos.
Me acerqué a su
boca y le besé imitando a sus labios. Fue algo sublime volver a besarle.
Deseaba que me abrazara, que me tocara, pero se le veía cohibido. Sabía por lo
que yo había pasado y estaba claro, que no iba a dar un paso si no lo daba yo.
Le miré fijamente. Cogí su mano y deslicé mis dedos por sus dedos. Le acaricié
el cuello con los dedos de la otra mano, mientras veía como se estremecía
tímidamente entre mis caricias retraídas. El dejaba que yo marcara los tempos.
Después cogí su
otra mano y la metí bajo mi blusa para que rozara mi vientre. Sus dedos se
deslizaban suavemente por mi piel. Subí su mano para que me alcanzara un seno. Él,
temeroso, metió la otra mano para poder tentar los dos mientras me pedía
permiso con la mirada. Accedí. Todo lo que pudiera hacerme aquel hombre, sería
con todo el respeto del mundo.
Mientras me
acariciaba por encima del sujetador, fue desabrochando su camisa y luego mi
blusa. Mi boca buscó su pecho que decoró con besos tan afables como temerosos
repartidos por aquel templo protector que destilaba entre el cuello y el
cinturón de su pantalón. Dejó caer mi blusa por mis hombros. Besaba mi cuello, mi
escote, mis pechos por encima de la ropa interior. Dejó caer también su camisa
hacia atrás. Se tumbó hacía mi y con mucho cuidado, hizo que yo me recostara
sobre la alfombra del comedor.
Besó mi cuerpo
infinidad de veces. Me despojó de mis pantalones. Se quitó los suyos. Los dos
en ropa interior. Podía ver su excitación insinuarse dentro de su boxer. Pese a
sus ganas, me quitó el sujetador, deslizó mis braguitas hasta quitármelas, y me
comió lentamente. Nunca había probado lo que era tener a un hombre devorando mi
sexo entre mis piernas. Me dejé llevar y cuando al poco rato llegó mi primer
orgasmo, no lo podía ni creer. Siguió comiéndome, devorándome sin prisa.
Alcancé un segundo orgasmo. Luego hubo un tercero, un cuarto, un quinto. Jamás
había disfrutado en mi vida tanto.
Me miró a los ojos pidiéndome de nuevo permiso, para adentrarse en mi sexo. Mi mirada le suplicaba que no esperara más, que me poseyera, que deseaba sentirlo dentro de mí.
Cuando mi pubis
sintió su verga ardiente, casi creí perderme en un mareo lubrico de placer
infinito. Sus caderas se movían mansamente, haciendo que mi sexo y el suyo, se
familiarizaran por completo. Subió el ritmo, nunca sin dejar de tocarme, nunca
sin dejar de pensar en mí, si gemía, si disfrutaba, si volvía a alcanzar otro
orgasmo aún más fuerte que el anterior.
Sentí un
escalofrió recorrer su cuerpo mientra su esencia de hombre, se vertía en mis
adentros. Me abrazo al instante tiernamente. No me soltó en toda la noche que
la pasamos tumbados, uno en brazos del otro, en medio del comedor sobre la
alfombra.
A la mañana
siguiente seguía abrazándome. Me miró y preguntó: “¿Arrepentida?”. Yo respondí: “Eso
no contigo, no nunca, no a tu lado”.
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