miércoles, 26 de noviembre de 2014

LIBERADAMENTE PRESA (relato)






Nadie sabe lo que es vivir a la sombra de una mala persona. Estar aislada, sin voz, sin cuerpo, sin esencia, casi sin vida. Pero lo peor de todo, sin libertad.

Por amor las mujeres hacemos grandes estupideces. Cuando este se acaba, y sólo queda algo parecido a lo que en un ayer tú conocías como coraje, la puerta de tu casa se cierra tras de ti para no volver a abrir nunca más.

Viví maltratada durante mucho tiempo, pensando que el maquillaje, el deseo de ponerme una falda para vestir, el deseo de parecer mujer y sentirme así, era pecado, uno que se pagaba muy caro pues en mi cuerpo ya no tenía un ápice de piel sin dolor en todo mi cuerpo.

Hubo policías, hubo abogados, hubo psicólogos, hubo mujeres como yo que ya habían salido vivas de aquel mundo de golpes, miedo y sufrimiento, que me ayudaron en mi nueva etapa de mi vida.

Una noche, después de cinco largos años, me atreví a salir con algunas de mis nuevas amigas a un karaoke cercano. Todas deseaban que me arreglara, que me quitara de encima alguno de los miedos que aún me quedaban. ¡No confiaba en los hombres! No podía permitírmelo. No deseaba volver a sufrir nunca jamás.

¡Como me reí aquella noche! Todas cantaron una canción tras otras sin miedo a desafinar. Todas reíamos y nos sentíamos bien. Una de ellas empezó a gritar: “¡Que cante Lidia! ¡Que cante Lidia!” Yo decía que no, que no, que no. Al final, salieron todas conmigo para cantar una sola. Eligieron la de Gloria Trevi titulada  Todos me miran. Al sonar las primeras notas de la canción, yo que era la única que sostenía el micrófono, me quedé sola. Todas bajaron de golpe del escenario. Había escuchado aquella canción un par de veces pero al ver las letras aparecer, creo que creí que me moría de golpe…

Tú me hiciste sentir que no valía
y mis lágrimas cayeron a tus pies
me miraba en el espejo y no me hallaba
yo era sólo lo que tú querías ver.

Lo leí con un nudo en la garganta que apenas me permitía casi ni respirar. Las lágrimas se amontonaban en mis ojos. ¡No podía más! Un hombre se lanzó al escenario, me arrebató el micrófono, lo tiró al suelo y me sacó por un lateral.

Me abrazó y yo me quedé inmóvil. No podía ni moverme. Había entrado como en una especie de shock. No me salían las palabras.

Su voz me dijo suavemente: “Déjalo salir”. En ese instante mi cuerpo entero empezó a convulsionar de rabia. Yo gritaba de dolor, con llanto, con rabia, con impotencia. ¿Cómo me habían hecho tanto daño? ¡Como! Alguien al que amaba con todo mi alma.

No sé cuanto tiempo estuve desahogándome entre los brazos de aquel hombre que intentaba que no cayera al suelo. Cuando me hube calmado, pude verle el rostro. Lo conocía, de vista, era uno de los policías que había venido un par de veces cuando mi pareja se había saltado la orden de alejamiento. Era un hombre simpático, amable que siempre me decía: “No dude. Llamé en cuento lo vea. Puede de un segundo de que nosotros…”  y su frase la acababa yo siempre diciendo “…lleguéis a tiempo”.

Me dijo que me llevaría a casa. Yo accedí. Me sabía mal pues no recordaba su nombre. Cuando me dejó en casa me dijo: “Me llamo Félix”. Bajó del coche, me abrió la puerta y me despedí con la mano.

Desde aquel día, como si de una aparición se tratara, coincidía con él en muchos lugares: en la panadería, en el supermercado, en correos, en la pescadería. Otra habría pensado en acoso. Yo lo tomaba aquello como un guarda espaldas que la vida me había puesto para protegerme. Nuestras conversaciones no eran muy largas que digamos. Pero siempre, siempre, siempre, acababa acompañándome a casa.

Pasaron los meses y un día se atrevió a decirme por fin: “¿Y si comemos juntos un día?”  Si me hubiera dicho a cenar le hubiera dicho que no pero una comida estaba bien. Tenía que agradecerle lo mucho que cuidaba de mí y la pagaría yo sino no iba. Accedió a regañadientes.

La comida fue muy bien, nos dimos cuentas de que teníamos muchas cosas en común, incluso un matrimonio que había resultado un fiasco. Me sentí como nunca hablando con aquel hombre del que apenas conocía casi nada.

Cuando acabó la comida, me llevó a casa y me pidió permiso para darme un beso. Vi en  esa pregunta un acto tan tierno que me acerqué yo y rocé mis labios con los suyos un instante.

Me miró fijamente y me dijo: “Eso no es un beso” mientras acercaba su boca a la mía. Su boca era dulce, tierna y sus labios, sabían como deleitar a los míos hasta hacerles perder la poca consciencia que le quedaba.

Aquella misma semana, deseaba invitarle a cenar pero no había manera de verle por ningún sitio. ¿Se lo habría tragado la tierra? Cuando ya desistía de ofrecerle mi propuesta que desea que no considerara algo muy atrevido, me tope, pero de bruces, con él. No se como pasó pero cuando saqué mi cabeza de su pecho reconfortante sólo alcancé a decir: “¿Vienes a cenar a mi casa?”  Él me regalo una sonrisa dulce y me dijo que sí, que vendría.

Yo estaba como un flan. Hacía mucho, pero mucho, pero mucho tiempo que yo no había estado con un hombre a solas que no fuera mi ex marido. Se que quemó la cena, no daba pie con bola y cuando llegó la hora a la que había quedado con él, sonó el timbre de debajo de mi piso y ni siquiera me había duchado. Abrí la puerta toda espantada y él me dijo: “¿Pasa algo?”  Asustado de veras. Le respondí que la cena se había revelado contra mí. Sonrió, me dijo que no me preocupara y que si deseaba irme a arreglar, que el se encargaba de todo.

Me fui al baño. Me arreglé y cuando volví al comedor, había unas velas encendidas y en mitad de la alfombra del suelo, una pizza con dos copas de agua. Me reí por la escena tan dulce que había montado en un momento. Nos sentamos uno enfrente del otro. No podíamos dejar de mirarnos.

Me acerqué a su boca y le besé imitando a sus labios. Fue algo sublime volver a besarle. Deseaba que me abrazara, que me tocara, pero se le veía cohibido. Sabía por lo que yo había pasado y estaba claro, que no iba a dar un paso si no lo daba yo. Le miré fijamente. Cogí su mano y deslicé mis dedos por sus dedos. Le acaricié el cuello con los dedos de la otra mano, mientras veía como se estremecía tímidamente entre mis caricias retraídas. El dejaba que yo marcara los tempos.

Después cogí su otra mano y la metí bajo mi blusa para que rozara mi vientre. Sus dedos se deslizaban suavemente por mi piel. Subí su mano para que me alcanzara un seno. Él, temeroso, metió la otra mano para poder tentar los dos mientras me pedía permiso con la mirada. Accedí. Todo lo que pudiera hacerme aquel hombre, sería con todo el respeto del mundo.

Mientras me acariciaba por encima del sujetador, fue desabrochando su camisa y luego mi blusa. Mi boca buscó su pecho que decoró con besos tan afables como temerosos repartidos por aquel templo protector que destilaba entre el cuello y el cinturón de su pantalón. Dejó caer mi blusa por mis hombros. Besaba mi cuello, mi escote, mis pechos por encima de la ropa interior. Dejó caer también su camisa hacia atrás. Se tumbó hacía mi y con mucho cuidado, hizo que yo me recostara sobre la alfombra del comedor.

Besó mi cuerpo infinidad de veces. Me despojó de mis pantalones. Se quitó los suyos. Los dos en ropa interior. Podía ver su excitación insinuarse dentro de su boxer. Pese a sus ganas, me quitó el sujetador, deslizó mis braguitas hasta quitármelas, y me comió lentamente. Nunca había probado lo que era tener a un hombre devorando mi sexo entre mis piernas. Me dejé llevar y cuando al poco rato llegó mi primer orgasmo, no lo podía ni creer. Siguió comiéndome, devorándome sin prisa. Alcancé un segundo orgasmo. Luego hubo un tercero, un cuarto, un quinto. Jamás había disfrutado en mi vida tanto.

Me miró a los ojos pidiéndome de nuevo permiso, para adentrarse en mi sexo. Mi mirada le suplicaba que no esperara más, que me poseyera, que deseaba sentirlo dentro de mí.

Cuando mi pubis sintió su verga ardiente, casi creí perderme en un mareo lubrico de placer infinito. Sus caderas se movían mansamente, haciendo que mi sexo y el suyo, se familiarizaran por completo. Subió el ritmo, nunca sin dejar de tocarme, nunca sin dejar de pensar en mí, si gemía, si disfrutaba, si volvía a alcanzar otro orgasmo aún más fuerte que el anterior.

Sentí un escalofrió recorrer su cuerpo mientra su esencia de hombre, se vertía en mis adentros. Me abrazo al instante tiernamente. No me soltó en toda la noche que la pasamos tumbados, uno en brazos del otro, en medio del comedor sobre la alfombra.

A la mañana siguiente seguía abrazándome. Me miró y preguntó: “¿Arrepentida?”. Yo respondí: “Eso no contigo, no nunca, no a tu lado”.

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