La prepotencia y la soberbia es algo innato en cada uno de
nosotros. Por mucho que intentamos controlar, en un momento u otro, asoma la
cabeza como un gusano en una maravillosa manzana roja, suculenta y apetitosa. Y
como el acto del gusano cuando muestra su tímida cabecita al ver usurpada la
que siente que es su casa, es algo repulsivo y desconcertarte para aquel que
tiene que verlo desde fuera.
Uno de los actos más sublimes de prepotencia y soberbia que
existe en todo ser humano, es de puntualizar los errores del prójimo. Alguien,
quizás un caminante cualquiera de aquellos que buscan conocer el mundo y
aprender, toma a bien parar en una posada, en un restaurante, en un lugar donde
probar típicos platos de la tierra. Entra expectante ante todo lo que pueda
encontrarse pues aquel que realiza el acto de consagrar su vida durante unos
días al deambular por el mundo a pie, no deja de ser una persona humilde,
respetuosa, sensible.
Solicita un plato del menú típico de esa tierra como, por
ejemplo, almejas a la marinera. Ese hombre, acostumbrado a su comer sencillo,
recordaba ese plato con pocos condimentos (ajo, perejil, algo de vino blanco y
poco más). Cuando llega el plato y aparece sobre las almejas una salsa más bien
rojiza, siente que podría ser que la camarera no hubiera anotado bien su
pedido. Le comenta, sin ningún alarde de nada, que si así se hacían las almejas
a la marinera. La camarera indignada, se coloca las manos en los cuadriles como
si se dispusiera a cantar una bonita jota aragonesa y cual Agustina con acento
gallego, le esputa sin compasión al caminante: “Me va usted a decir como se
hacen las almejas a la marinera, a mí que vivo en la cuna del marisco”.
El caminante, abochornado, baja su cabeza y pide incluso disculpas pues no
trataba de ofenderla en absoluto, sólo trataba de aprender algo más de su
bonita tierra llena de tantas cosas bellas.
Esa cuna de…, que más de uno posee, está
llena de tanta maldad como de esa innegable altanería que corresponde al que no
le queda nada que aprender, el que radica en ser maestro absoluto sin haber
aprendido jamás las cuatro reglas básicas de todo buena persona: respeto,
humildad, sencillez, bondad, acogimiento.
El peregrino se calló, como buen hombre de deambular
sencillo por este mundo. Pero yo, pecando también de una soberbia innegable que
nace más allá del ombligo, la miré fijamente y le dije: “Disculpe nuestra ignorancia. Es que
nosotros venimos de la cama del marisco y claro, el asunto de la cuna, nos
queda ya un tanto lejano”. Sé que debería haber guardado silencio. ¡Lo
sé! Pero ver su cara de estupor al pronunciar mis palabras y como, sonrojada
ella también por su SOBRADA dosis de maestrilla sin muchas letras le pasaba
factura, no tenía desperdicio alguno.
El que utiliza aún la vara para adiestrar, puede que sienta
su propio golpe sobre él si el alumno, más diestro que torpe, aparta la mano y
rebota de la mesa con la misma fuerza del golpe, yendo a parar contra la cara
del experto sin doctrina.
¡No quiero cunas señores! Prefiero una cama grande, cómoda
y confortable. Las cunas para las que tienen poco que adoctrinar. Yo prefiero
dormir cómoda y con muchos libros que me aporten ese conocimiento del que aún
soy capaz de seguir aprendiendo.
MORALEJA: François de la Rochefoucauld dijo:
“Las personas
afortunadas se corrigen poco: Creen tener siempre razón mientras la fortuna
sostiene su mala conducta.”
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