Dicen que no hay
dos gotas de agua iguales. Yo no estaría tan segura de esa afirmación.
En enero empecé
a trabajar como recepcionista en una empresa en la capital catalana. Yo era
nueva en una ciudad muy grande, llena de gente, mucha gente y en la que te
podías sentir completamente muy solo.
En el bar de
enfrente de la empresa, había un chico muy simpático que desde el primer día
que nos vimos, me alegraba la mañana con un café con leche como a mí me gustaba
(con un toque de canela) y una sonrisa en los labios.
A los días que
lo había conocido nada más empezar, lo vi trabajando en un quiosco de
periódicos. Me acerqué a saludarle y le dije: “¿Haciendo doblete?” Me miró como si no me conociera y como si
hubiera dicho una estupidez. Iba a salir corriendo cuando me dijo confuso: “¡Sí!
Creo que sí”. Siempre pensé que lo había hecho por cortesía porque no
sabía ni quien era.
A la mañana
siguiente no le comenté nada. Tomé mi café con su doble sonrisa extra y me fui
a trabajar. Por la tarde volví al quiosco para comprar el periódico y doble
sonrisa extra todos lo días.
Poco a poco fui
sintiendo algo por aquel chico. Yo no le dije nada. Desde aquella confusión la
primera vez en el quiosco, me sentía un tanto insegura conmigo misma.
Empezaron las
fiestas de la Mercè 2014 y como sabía que yo no era de allí, un día me puso un
programa de las fiestas sobre mi mesa. Le agradecí el gesto pero que no tenía
con quien ir porque no conocía aún a nadie en la ciudad como para ir por ahí.
Él se ofreció a llevarme a un acto que se celebraba por la mañana-mediodía con
un toque de rubor en sus mejillas. Aquel acto reflejo de timidez me dio el
empuje que necesitaba para aceptar su ofrecimiento.
Por la tarde,
cuando fui al buscar el periódico, otra vez me propuso acompañarme a un acto de
la Mercè que se celebraba por la tarde-noche. Pensé: “Estaba tan cortado que esta mañana no se ha atrevido a pedirme ir por
la mañana a un sitio y por la tarde a otro”. Sonreí y le dije que sí. El
rubor volvió a aparecer nuevamente en sus mejillas.
Fue el domingo.
Por la mañana fuimos a la playa para ver el voley playa por parejas, masculino
y femenino, que enfrentaba equipos de Cataluña, la República Checa, Francia,
Cuba y Uruguay. Al venir de un pueblo de montaña me encantó ver jugar en la
arena a aquellas personas.
Cuando acabó el
torneo y se entregaron los trofeos, me dijo que quería enseñarme como se
sacaba, como se recepcionaba y como se remataba en el voley. Yo jamás había
sentido el tacto de un golpe de aquella pelota en mi piel. Al primer golpe, mis
manos se pusieron coloradas. Me dolía mucho y las lágrimas se precipitaban a
salir sin más miramientos de mis ojos. El cogió y me acercó las manos a la
orilla del mar. Las metió de seguida bajo el agua fría que las olas traían
hasta la orilla. No paraba de pedirme perdón. Cuando una gota resbaló por mi
mejilla, sentí como le dolía hasta a él ver mi dolor. Me besó las manos como
para curarlas. Yo me acerqué a su boca para besarle pero… apareció de nuevo mi
inseguridad y cuando estaba a penas unos centímetros de sus labios, me frené. Él
me miró a los ojos, luego a los labios y acabó con su boca yo no pude hace con
la mía. Su beso era cálido, tierno, dulce, lleno de mucha pasión dosificada
lentamente, sin prisa alguna. No sé cuanto tiempo estuvimos besándonos pero se
que fue mucho tiempo. Ya no me importaba el dolor de mis manos. ¡Se me había
pasado de golpe! Aquel largo y profundo beso me dejó con muchas ganas de más, con
tremenda ansiedad de saborear algo más que su boca.
Volvimos al coche.
Sus dedos no dejaban de deslizarse por mis manos, por mi pierna. ¡Le deseaba! Y
ahora estaba segura que él también a mí. Mientras conducía, me acerqué a su
cuello y lo besé poco a poco. Con cada contacto de mi boca su bello se erizaba
de puro placer. Saqué mi lengua sólo un poco, para ir sellando cada caricia no
sólo con mis labios sino con mi lengua. Aquel acto casi reflejo, arrancó de su
cuerpo los primeros gemidos de placer. Seguí bajando mi boca, mientras el
intentaba no salirse de la carretera. Besé su nuez y empecé a abrir su camisa
poco a poco, botón tras botón. Su pecho se aparecía ante mí como la más deseosa
de las apariciones jamás deseada. Mis labios se estrellaron contra sus pezones.
Él no podía contener la mirada más en la carretera. Apartó el coche a un
lateral, entre medio de unos arbustos cercanos a una carretera que no conocía.
Me dejó que fuera disfrutando poco a poco de todo su cuerpo. Su manos empezaron
a acariciar mi nuca mientras yo seguía dedicándole más que mordisquitos
sensuales de goce a su torso. Empecé a derretirme de delicia. Ahora era él el
que intentaba arrancar de mis labios todo gemido contenido hasta la fecha.
Desabroché el cinturón de su pantalón, bajé su bragueta y allí me espera su
sexo, duro, firme, delicioso. Bajé mi cabeza y lo empecé a lamer lentamente,
repasando el glande con parsimonia. Mi lengua parecía bicéfala pues mi boca se
movía con tanta destreza que parecía que tuviera dos lenguas muy juguetonas
ansiosas, calientes, francamente traviesas. Su mano derecha alcazo mi pantalón
y diestramente, se coló por mi entrepierna que hervía con una lubricación más
que explosiva. Sus dedos pronto se adentraron en mi sexo mientras yo seguía
comiéndome su sexo con tranquilidad absoluta, saboreando todo sin prisa. Me
hizo alcanzar con un leve gesto de muñeca mi primer orgasmo. ¡Estaba ardiendo
de pasión! Tras el primero llegó el segundo, el tercero, el cuarto, el quinto,…
Pero no se quedó con esos solamente. Sus dedos alcanzaron como si guiados por
este hubieran sido, mi clítoris de tal manera que el sexto, séptimo, octavo,
noveno, décimo,… llegaron encadenados con espasmos de todo mi cuerpo al
unísono.
Aceleré el ritmo
de mi boca. Succione su verga con una destreza que se derramó en mi boca casi a
la vez que yo llegaba a uno de mis orgasmos. La seguí lamiendo pues no deseaba
dejar ni una gota. Él se estremecía con cada nuevo lametón. Me dejó en mi casa
y le dije: “¡Hasta luego!”
Me duché y me
tumbé un rato a descansar. Llegó la noche y nos fuimos, directamente, a La
Porta de l’Infern (La puerta del infierno). Era por donde, después de
unos fuegos artificiales, se abrían unas puertas para dejar pasar a todas las
collas de Correfocs que se concentraban para la Mercè (de mayores) y las
comparsas que acompañaban a las collas. Nunca había estado en una celebración
del fuego como aquella. La gente se ponía bajo las llamas sin miedo y bailaban
junto con las personas que iban vestidas de diablos. Era bello y genuino al
cien por cien. No se como, unos niños que nada tenían que ver con el acto,
encendieron unos fuegos artificiales que salieron descontrolados para las
personas que asistíamos al acto. La gente, al ver aquello, corrió un tanto
espantada. Me empujaron y estuvo a punto de caer si él no me hubiera cogido
fuertemente. “¡Vamos!” me dijo
mientras me ayudaba a ponerme en posición vertical. Corrimos hacia una calle,
estrecha, solitaria y vacía. Llevábamos un rato corriendo con el miedo a que la
gente se descontrolara aún más y saliera corriendo sin control. Intentábamos
recuperar el aliento y el pulso. Yo estaba contra la pared y él estaba frente a
mí protegiéndole. Miré su boca y esta vez no tuve miedo. Me acerqué a sus
labios y le besé con tanta pasión como por la mañana en la playa. Nuestros
cuerpos ya no tenían secretos y allí, en mitad de la calle, el levantó mi falda
y me penetró con más fuerza que la primera vez. Sentía su acelerar ansioso
mientras su boca seguía devorando la mía con prisa. ¡Me excitaba verle tan
ardiente de nuevo! Como si nada hubiera pasado aquella mañana, como si fuera la
primera vez que estaba así conmigo. De nuevo un orgasmo tras otro, asaltaron
mis labios. Los intentaba contener pues estábamos en una calle, al aire libre,
donde en cualquier momento nos podrían pillar in fraganti. Pero tras el séptimo
orgasmo no podía contenerme más y me dejé llevar por completo. Sentía sus
embestidas y con cada una, yo deseaba más que no parara, que siguiera, que no
dejara de adentrarse y salir de mí con fiereza animal. En ese instante en el
que yo le pedía más y más y más, noté como su esencia me llenaba por dentro de
un calor renovado que emanaba de él sin control alguno. Nos besamos.
Me cogió de la
mano y salimos de aquel callejón pasado un rato. Cuando volvimos a la calle
principal, como si de una visión se tratara, otro chico exactamente igual que
él, se acercaba a nosotros directo. Al llegar a nuestra altura ambos dijeron a
la vez. “Ya veo que conoces a mi hermano gemelo”. No tuve valor para contestar
ni a uno ni a otro que más que lo que pensaban ambos.
No hay dos gotas
iguales pero puedes estar con dos hombres exactamente idénticos y no reconocer
quien es quien. Yo aquel día lo comprobé y no sería el último, pero eso ya os
lo contaré otro día.
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