miércoles, 22 de octubre de 2014

STAND EN LA UNIVERSIDAD (relato)



Es raro como suelen pasar las cosas en esta vida.

Mi delegada de zona me había llamado la noche anterior: “Te quiero mañana en el stand de la empresa”. No preguntó si podía o no. No salió de su boca un triste te necesito que me hiciera sentir un poco valorada. Era como un mandato en tiempo de descuento (eso, sin lugar a duda).

Después colgó el teléfono como si todo lo que saliera de su estúpida boca tuviera que ser de ordeno y mando ipso facto. Pensé en llamarla, en decirle que no iría, que se buscara a otra. Noelia era una gilipuertas. Siempre con esa sonrisa falsa, con ese movimiento de cabeza como si todo el que pasara del sexo masculino se quedara prendado por sus encantos francamente escasos. No la llamé. Simplemente no iría y luego que viniera a pedirme explicaciones si tenía lo que tenía que tener.

Sin embargo, a la mañana siguiente, mi despertador sonó temprano como si en mi subconsciente yo hubiera programado ir sin saberlo. Me resultó algo extraño pero, una vez despierta, me duché, me vestí, desayuné y me fui a la universidad al stand de la empresa.

Cuando llegué, Noelia aún no había llegado. Al cabo de diez minutos de esperarla, me llamó y me dijo que le había surgido un asunto familiar, y que le resultaba imposible ir. Esta vez no me callé. Le dije cuatro frescas y, le colgué el teléfono. Cuando estaba meditando si irme a casa y dejarlo todo ahí empantanado para que nuestro superior le metiera bronca, apareció él. Se llama Raúl y era el nuevo coordinador de la zona 69. Sabía que había habido reajuste en la empresa. Era un chico joven, de unos trenita y pocos años, estatura media, piel más bien clara, melena azabache, con barbita negra, ojos claros, como si de un océano en calma se posara en ellos, y unos labios que podrían hacer perder el juicio hasta a la mismísima Dama de Hierro. Creo cuando se dirigió a mí y me dijo: “Perdona… ¿Eres Ioana?” mi corazón se paró en seco un instante antes de poder reaccionar de nuevo.

Cuando recobré el latido y los sentidos, respondí y él me dijo que estaría conmigo todo el día. En ese mismo instante bendije que Noelia me hubiera llamado, que el despertador hubiera sonado y que el echo de haberme quedado a solas con él por circunstancias de la vida. Sin lugar a dudas, aquel iba a ser un gran día.

La gente empezó a entrar en clase. Pasaba por nuestro lado, cogían los flyers de forma cordial y decían que se pasarían más tarde. Cuando me giré para poder observarle sin ser vista desde la distancia, me di cuenta de que a todas las chicas que pasaba, aquel hombre le resultaba tan encantador como a mí. Sentí una punzada en el pecho. Todas eran mucho más jóvenes que yo. Aquello me hizo tocar de pies en el suelo. ¿En que mundo un chico de trenita y pocos años se fijaría en una de cerca de cuarenta años? En ese momento desee que apareciera cualquiera para poder irme a casa.

La mañana nos cundió a ambos, cada uno por su lado. Al haberlo desterrado de mi pensamiento de hembra, todo había sido menos excitante pero más sensato.

A la hora de comer, no podíamos dejar el stand solo. Me fui a comer yo primero y luego, se iría él. Todo lo que por la mañana me resultaba que iba a ser especial al verle, se había tornado en nada. Me hubiera gustado que se hubiera fijado en mí como yo en él. Me hubiera encantado poder comer juntos, o bromear como cuando hay buena sintonía entre dos compañeros de trabajo. Pero todo aquello había sido todo una fantasía de una chica que ve que sus treinta y muchos, se escapan irremediablemente para dejar paso a la fatídica edad con un cuatro delante. Ya no sería una treintañera nunca más. A partir de diciembre, sería una cuarentona (con lo mal que me sonaba a mí esa palabra. Parecía como un tiro a bocajarro lanzado desde un lugar donde lo que más duele es dejar de sentirte hembra ante algunos hombres).

Cuando acabé de comer, me fui al baño. No sabía donde estaba. Me metí por un pasillo donde había unas taquillas. Escuchaba agua correr y me guié por mis oídos. En aquel baño había unas duchas y alguien, se duchaba. No ponía ningún distintivo de si eran para hombre o para mujer y yo necesitaba con urgencia ir al baño. Entré y de espaldas a mí, un hombre de no más de treinta años, desnudo, con las manos contra la pared, dejando que su cuerpo entero fuera bendecido por cada gota que emanaba como si de un manantial se tratara, de la alcachofa fija que había. Contemplar aquel cuerpo mojado, relajado, completamente desnudo, era un espectáculo deliciosamente seductor. Era un hombre de un metro ochenta más o menos, castaño oscuro, con un cuerpo definido pero no muy musculazo. Me quede allí observándolo sin más. Hubo un instante en el que él giró ligeramente la cabeza y me miró. Se le escapo una sonrisa burlona. Sus ojos me miraron fijamente. Sentí como si me hipnotizaran. “¿Te metes conmigo?” Pude decir que no. Pude darme media vuelta y salir de allí sin más ni más. Pero no lo hice. Con su mirada clavada en la mía, me quité los zapatos, desabroche mi falda pantalón y la dejé estrellarse contra el suelo. Luego, me quité la blusa corporativa dejándola caer junto a la falda. Me quité el sujetador, mis braguitas y me adelante hacía una mano que me había tendido para meterme con él en la ducha.

Me coloqué entre la pared y su cuerpo con su ayuda. No temblaba, no tenía miedo. No sabía porque pero había deseado que algo así me ocurriera a mí. Ahora, pasara lo que pasara, no pensaba desaprovechar la ocasión de disfrutar.

Me miraba y yo le miraba fijamente. Cogió mi cuerpo por la cintura y lo adelantó un poco hacia el suyo para colocarme bajo el agua. Por mi cuerpo corría el agua y era él ahora, el que se deleitaba de más de cerca, con aquella visión. Abrí la boca y cogí un buche da agua que dejé correr por mis labios. Su rostro se acercó al mío y me besó. Primero como si de un roce se tratara. Alejo sus labios para mirarme y volvió a besarme de nuevo dulcemente. Volvió a alejarse para mirarme. Cada vez que se alejaba, su boca dibujaba una preciosa sonrisa picara que no podía dejar de mirar. Lo repitió varias veces y cada vez, se quedaba un poco más besándome. Los besos no eran ya dulces sino lascivos cada vez más. Uno de mis pies se resbaló y él, al intentar cogerme, se pegó a mi cuerpo de golpe.

“No sabías como hacer para que me pegara a ti” sonrió mientras me miraba a escasos centímetro de mi boca. Nuestros cuerpos estaban húmedos, piel contra piel. Podía notar su sexo deseando embestirme con fuerza. Mi espalda tocó la pared. Sus manos contra la pared mientras con una de sus piernas, intentaba abrirse paso entre las mías. Con su rodilla, presionaba mi sexo sin prisas. Esperaba a escuchar mi gemido entero para volver a presionarlo una y otra vez. Estaba claro que aquel chico era más joven que yo pero sin lugar a dudas, saber como hacer gozar a una mujer.

Su boca abandono la mía para que sus labios succionaran mis pezones pacientemente. De uno a otro, se movía como una traviesa mariposa jugando entre dos flores a las que desea complacer por igual.

Su cuerpo se fue acercando más y más y más al mío. No quedaba ni aire entre ambos. Me ayudó a levantar una pierna un poco y me fue introduciendo su miembro erecto, duro, descomunal, poco a poco dentro del mío. Fue inmensamente conforme, tremendamente sereno mientras con sumo cuidado, mientras trataba de que no sitiera dolor alguno ni por la postura, ni por su más que visible excitación. Jugo a entrar y salir de mí para que todo fuera más gozoso. Poco a poco su sexo se metía más y más dentro de mí. Cuando pude sentirla entera dentro, mi cuerpo no pudo contenerse más y mis labios liberaron los gritos del primer orgasmo conseguido. Pero no se paró, siguió embistiéndome contra la pared. Poco a poco, sin prisa, hasta que mis piernas liberaron de nuevo otro chorro incansable de lubrico deleite. Seguía dentro de mí, un poquito más y más fuerte, sin prisa alguna. ¡Dios! Como le deseaba. Mis piernas apenas podían contenerse en pie de la excitación. Él lo notó y me cogió de forma en que yo estuviera tranquila, relajada y siguiera disfrutando más y más de él. Llegó el tercero, el cuarto, el quinto, el sexto. El seguía incrementando poco a poco el ritmo. Cuando llegué el octavo, el noveno orgasmo, el décimo, deje de contar. Él disfrutaba de verme gozar con cada descarga de placer de mi cuerpo al alcanzar el clímax. Yo no deseaba que parara. No podía articular palabra. Mi boca se delimitaba a gemir, a complacer a mi partener en su disfrute viendo alcanzar una y otra vez, el deleite supremo. Siguió subiendo sus embestidas de fuerza. No tenía prisa por acabarme. Le gustaba lucrarse del goce de una hembra de verdad.

Siguió y siguió y siguió. Un poco más fuerte. Otro poco más fuerte. Otro más fuerte. Cuando su ritmo empezó a ser frenético, creía que me desmayaría de puro gusto. Su cara, su ojos, su boca, todo su cuerpo estaba inflamado hasta el exceso.

Me embestía más y más y más fuerte. Todo su cuerpo se contrajo de golpe y noté como honraba mi sexo por dentro con su descomunal virilidad lubrica.

Se abrazo a mi cuerpo. ¡Había sido increíble!

Nos vestimos y salimos sin cruzar palabra. No hacían falta vocablos entre ambos. Todo lo que necesitábamos saber del otro, lo había hablado nuestros cuerpos.

Cuando volvía al stand, Raúl ya había vuelto de comer.

“¿Dónde estabas?” me preguntó.
“Viviendo un sueño”. Me miró como si estuviera loca pero eso ya me daba igual. Aquel día había sido, a fin de cuentas, el más increíble de mi vida y nada, ni nadie, conseguiría jamás borrar de mi memoria lo que goce un día en el que me equivoque de puerta y traspasé las del paraíso terrenal junto a un completo desconocido.

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