El octubre
estaba siendo francamente raro. Apenas habíamos tenido verano y el sol del
otoño, era intenso.
Cuando estaba de
despedida calentaba tanto los cuerpos que un podía sentir achicharrarse la piel
en un instante. Pero tras esos rayos de sol perturbadores que incendiaban hasta
el instinto, el frío de la noche, la soledad, la oscuridad.
Llegué y el sol
me había estado dando de cara. Mi piel sudaba. Mi cuerpo ardía. Me metí en la
ducha. Dejé que el agua saliera los más fría posible. No me calmaba. Necesitaba
algo más. Abrí mis piernas y dejé que el agua de la alcachofa de deslizara por
mi sexo. La presión era fuerte. El golpeteo de la presión del agua en mi
clítoris desató unos gemidos primero algo tímidos. Al poco tiempo nada
contenidos. Al final eran gritos orgásmicos de placer. Con la mano que quedaba
libre, empecé a acariciarme los pechos. Me tocaba uno, luego el otro. Pellizqué
suavemente los pezones que eran piedras duras y ansiosas. Mi cuerpo se
estremecía de placer. Cuando llegó el momento del clímax supremo, tuve que
apoyarme de espaldas contra la pared para no caerme.
Había estado
bien pero… para mi aquello era poco, demasiado poco. Necesitaba más.
En ese mismo
instante alguien llamó al interfono. Era un antiguo vecino que se había divorciado
hacía poco y venía a dejarme unas llaves para su ex mujer. Abrí la puerta con
el albornoz solo. “¡Madre mía!” Pensé. “¡Que bien le ha sentado el divorcio!”.
Llevaba una camisa negra corta, un tejano desgastado y barba de dos semanas. Su
pelo, un poco largo, era rubio oscuro. Su piel morena como la canela, un templo
afrodisíaco que jamás había contemplado tan cerca y a solas.
Me pidió perdón
al verme con el albornoz. Dijo que no quería molestarme. Le dije que no se
preocupara. Vi que suda. Le ofrecí un vaso de agua fresca. Dijo que gracias,
que necesitaba refrescarse. Mientras vertía el agua en un vaso de cristal, pude
ver sus ojos inflamarse a mi espalda. El calor le había sentado tan mal como a
mí. Estábamos solos y ambos, éramos completamente libres para hacer lo que nos
viniera en gana. Me giré para darle le vaso. Se mordió el labio inferior
después de beber. ¡Ardía de pasión!
Se acercó al
mármol para dejar el vaso y su cuerpo quedó a escaso centímetros del mío. Sin
mediar palabra se quedó ahí, esperando mi reacción. No retrocedí ni un
centímetro. Lo deseaba más que él a mí.
Deslizo uno de
sus dedos por el medio nudo del cinturón de mi albornoz y me quedé desnuda
frente a él. Pude ver como se abultaba su sexo debajo de los botones de su bragueta.
Me agarró de forma brusca y empezó a besarme. Desabroché su camisa como si
quemara. Él con la otra mano, desabrochaba su cinturón y su pantalón. Me cogió
en volandas y me subió donde había dejado el vaso. Este cayó al suelo hecho
pedazos. Ni nos dimos cuenta. Bajó su boxer y dejó liberado su descomunal sexo.
Me embistió como nadie jamás lo había hecho nunca. Me follaba de forma
incoherente, dura, fuerte. Empujaba como una bestia salvaje que llevara siglos
contenida. Me derramé una, dos, tres veces mientras me la clavaba cada vez más
adentro, sin darme tregua. Notaba su fuerza y deseaba que no parara. Otro
orgasmo, y otro y otro mas llegaron a mi sexo y el seguía duro, sin haber
perdido las fuerzas. Un grito desgarró mis gemidos y su leche, se vertió dentro
de mí cayendo por el interior de mis muslos hacia abajo.
“Se ha roto el vaso” – me
dijo él.
“Cuidado no te cortes” – le
dije yo.
Aquel día,
cuando se fue, sólo puede pensar en una cosa: “No sé como puede existir una
mujer tan gilipollas como para dejar escapar a un semental así”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario