La
primera semana de junio de este año había sido francamente cálida. Cuando el
martes se estropeó el aire acondicionado, en las consultas en las que ejercía
como especialista de los oídos.
Aquel
jueves, después de dos días sin aire acondicionado, me sentía muy acalorada. Había
pasado muchos pacientes durante toda la tarde, pero a las cinco, habían fallado
cuatro seguidas. Decidí irme a refrescar al baño. Me quité el short que llevaba
debajo y la camisa de tirantes. Me quedé sólo con la ropa interior y la bata
encima. Me estuve refrescando con el agua. Al ponerme la bata, esta se mojó
levemente.
Cuando
volví a mi consulta, había un hombre, de unos cincuenta y tantos, en la puerta
esperando. Sin duda me llevaba unos veinte años de ventaja pero tenía algo que
le hacía parecer interesante.
Volví
a repasar los nombres y justo cuando me di la vuelta, mi enfermera se desmayó
por causa del calor. Llamé para que alguno de mis compañeros de las otras salas
me ayudara, pero a las seis ya no quedaba nadie. Aquel señor al que no conocía,
me ayudó y cuando ella se hubo recuperado, le dije que se fuera a casa. Al
ayudarla a incorporarse del suelo, mi bata se abrió dejando un sensual escote
del que no fui consciente hasta tiempo más tarde.
Le
di las gracias y le dije que pasara.
Se
sentó en la camilla tal y como le pedí para mirarle los oídos. Me acerqué a él lo suficiente como para hacerlo
adecuadamente pero sin ser consciente de que él tenía una visión muy cercana de
mis pechos desbocadamente insinuantes bajo aquella bata blanca que
trasparentaba el precioso sujetador blanco de encaje que llevaba a conjunto con
el culotte que llevaba.
Su
reacción fue inmediata. El hombre estaba muy bien dotado y su excitación fue
muy visible a mi vista. Lejos de asustarme, de sentirme incomoda con todo aquello,
el calor que nos rodeaba y la tensión sufrida por el desmayo, me hizo sentirme
predispuesta a provocarle más, a conducirle al borde del deseo y ver si sería
capaz de poseerme en aquella consulta.
Fui
como tímidamente a buscar un poco de agua con la excusa de que hacía mucho
calor. Él lo entendió. Al beber se me cayeron, “sin querer”, algunas gotas
sobre el escote, sobre la bata, trasparentando mucho más mis encantos femeninos.
Le pedí disculpas mientras él no podía articular palabra. Su sexo parecía más y
más erecto. Aquello me daba pie a seguir provocándole, a seguir llevándolo al
límite hasta ver en que momento, perdía los papeles y me daba lo que estaba
suplicando adrede con cada pequeño gesto de torpeza.
Le
pedí que me aguantara un recipiente pues tenía que sacarle un par de tapones de
los oídos. Introduje la jeringuilla llena de agua en su oído derecho y le cogí
el recipiente de su manos poniendo delante de su cara premeditadamente, mis
pechos a escasos centímetros de sus ojos de tal manera que él pensara que había
sido de forma casual.
Le
volví a pasar el recipiente mientras con otra jeringuilla volví a hacer el
mismo proceso con su oído derecho volviendo a dejar mis pechos a merced de su
boca. Podía notar como el calor subía en todo su cuerpo. Su sexo se había
puesto descomunalmente más grande. “¡Dios!” pensé de manera casi suplicante.
“Tengo tantas ganas de sentirlo dentro de mí”.
Cuando
le pasé el recipiente por última vez para comprobar que el tapón se había
salido por completo, a él se le resbaló de las manos. Le dije que no se
preocupara y me incliné para recogerlo del suelo. En aquel momento él no pudo más.
Me cogió por detrás y empezó a frotarme su abultada bragueta contra mi culo.
Sentía su aliento en mi nuca acelerado. Me excitaba mucho sentir como se
desbocaba sin control. Sus manos se adelantaron hasta mi escote, arrancándome
la bata. Me dio la vuelta y metió su cara entre mis pechos. Me cogió por la
cintura como si no pesara nada. Bajó su cremallera dejando en libertad a la
fiera que allí anidaba hambrienta de mí. Me arrancó las braguitas e introdujo
su verga en mí con una embestida que me corrí sólo con sentirle adentrarse en mí.
Mas
él no, siguió embistiéndome de forme salvaje sobre la camilla, con tanta
fuerza, con tanto ímpetu, que podría encadenar un orgasmo tras otro, tras otro,
tras otro, tras otro, tras otro, tras otro sin poder recuperar ni el aliento.
¡Era una máquina sexual! Me encantaba.
Sentí
como se derramó dentro de mí. Me encantó sentir su esencia bañar mis entrañas.
Salió
de mí y aún seguía duro y empalmado. Quise recompensarle por todo el mal trago
que le había hecho pasar. Me incorporé de la camilla, le empujé dulcemente
hasta la silla y me arrodillé ante él sin dejar de mirarle a los ojos de forma
ardiente.
Cogí
su sexo húmedo y me lo introduje en la boca sin bajar la mirada. Mi lengua se
movía con maestría, mis labios succionaban aquél delicioso miembro que seguía
sin perder su firmeza tras la primera corrida. Lo lamía sin prisa, sintiendo
como se estremecía con cada nuevo roce de mi boca en su tremendo sexo. Él
estaba a punto de verterse por segunda vez. Lo sentía en sus jadeos, en sus
espasmos previos al orgasmo, en su forma de respirar entrecortada. Su leche
inundó mi boca y yo no dejé escapar ni una gota.
Su
sexo no bajó del todo tras el segundo derrame. Tenías más ganas y se le veía.
Jamás había conocido a alguien así. Me cogió de la mano y me sentó sobre mi
mesa esta vez con mucha dulzura. Me abrió las piernas ante él que seguía
sentado en la silla, metiendo su boca entre mis muslos. Me dejé caer para atrás
mientras su lengua se adentraba en mi sexo. Era un maestro del goce. Jugueteaba
con todos mis dos agujeros con la boca, con los dedos, haciendo que no pudiera
contener mis orgasmos que volvían a ser ilimitados. No sé cuanto tiempo estuvo
de un lado al otro, sin cansarse, sin bajar la intensidad ni un solo instante.
Yo,
con tanto juego en mi agujero trasero, me sentía con ganas de probarle un poco
más. Me incorporé un poco y le dije sensualmente: “¡Métemela por detrás!”
Aquello él no se lo esperaba. Me ayudó a incorporarme y me di la vuelta dejando
mis posaderas hambrientas bien abiertas para él.
Noté
como se introducía en mi trasero con mucha dulzura. Aquello me gustó mucho, me
hizo derretirme de nuevo de placer. Podía notarla centímetro a centímetro
adentrarse en mí sin prisa alguna, con todo el tiempo del mundo por delante y
tan dura como la primera vez que me tomó. No cambió el ritmo. Fue lento, haciéndome
gozar hasta el límite. Su sexo no tenía fin. Su cuerpo tampoco. Seguía duro,
acompasado, haciéndome jadear una, otra y otra vez. No sé cuantas veces llegue
al orgasmo. Cuando él le faltaba poco para de alcanzar el tercero, metió sus
dedos en mi sexo haciendo que notara una doble penetración que me hizo
enloquecer de pura delicia. Note su leche llenarme el culo. En ese momento
alcance un orgasmo doble que me hizo perder el conocimiento un poco.
Luego,
tumbados en el suelo, me besó la boca, me acarició el pelo, me dio cobijo en su
pecho y me dijo dulcemente: “¡Eres una diosa del sexo! Jamás conocí nadie como
tú”. Le besé en los labios y permanecimos así un rato delicioso que fue el
mejor final para un día tremendamente asfixiante.
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