Sábado, 12 de marzo de 2016
Desde que somos niñas queremos ponernos los zapatos de
tacón de mama. Nos calzamos en nuestros pequeños pies unos tacones que
arrastramos, que nos hacen sentir altas a cada paso y aunque con poca maestría,
nos hace sentirnos mayores durante un instante.
Supongo que esa coquetería empieza a esa tierna edad de dos
o tres años (en otras mucho más tarde). En mi caso, no fui consciente del poder
de unos zapatos de tacón hasta cumplir los treinta. Bueno, el mundo de los
tacones tampoco me lo puso tampoco fácil pues al calzar un 42 de pie y el hecho
de ser más alta que las mujeres normales que conocía (que llegaban como mucho
al metro sesenta y cinco y a las que sacaba doce centímetros desde los catorce
años), hizo que ese tipo de calzado estuviera lejos de mi alcance siempre.
Es más, al ser una mujer a la que le gustaba el deporte,
que jugaba a baloncesto y voleyball, entrenaba, hacía gimnasia para aumentar la
elasticidad, ejercicios para saltar mejor el potro, para poder mejorar los
ejercicios de suelo, durante toda la semana, mi forma de vestir era siempre con
ropa de deporte o entrenamiento donde la zapatilla de deporte era mi gran
aliada.
Con el tiempo fui la única que quedó de las “veteranas” por
así decirlo (tener 16 y ser llamada veterana, me causaba alguna risa que otra).
Y es que a medida que las chicas se hacía mujeres, yo seguí siendo una
jugadora, una pieza que no evolucionaba en un mundo donde la feminidad se regía
por unas tablas muy bien estructuradas: cuanto más alto el tacón, más femenina
era la mujer y por lo tanto, a los ojos de los chicos/hombres, más bella.
Tengo que reconocer que cuando comprobé el poder de unos
tacones, al vestirlo, parecía más un hombre disfrazado en carnaval de mujer que
una mujer por sí misma. Aquella torpeza al caminar, aquel no saber si aquello
aguantaría mi andar, me hacía caminar insegura, muy, muy, muy insegura. ¡No es
buena la inseguridad cuando una lleva zapatos de tacón! Hace que aquella fémina
pierda todo su encanto y se convierta más en una mal imitación de una hembra hecha
y derecha.
Aunque con el tiempo fui ganando seguridad y los
diseñadores empezaron a confiar en mi talla para elaborar zapatos de tal
medida, aprendí que no es lo mismo aprender a los doce o los trece años a
llevar tacones que a los treinta. Todas ellas ya han asimilado ese arte del
bamboleo, del contoneo diestro de las caderas al son de un caminar que parece más
un arte de seducción en sí misma. Ellas ya llevan más de quince años aprendiéndolo
y yo, pese a ser una alumna más que aplicada, necesito invertir mucho tiempo
para poder alcanzar ese grado de sabiduría femenina que aporta es estar sobre
unos tacones de doce centímetros seduciendo y sin caerse a la vez.
¡No voy a rendirme! Eso jamás. Pero soy sensata: ¡¡¡ME
FALTA MUCHO POR APRENDER!!!
MORALEJA: William Shakespeare, (1564-1616)
escritor británico, dijo: “La mujer es un manjar digno de dioses, cuando no lo
cocina el diablo”.
No se si porque en mi casa siempre vi a mi madre con tacones, incluso ahora que ya sobrepasa los 75, los lleva. El caso es que el andar de una mujer con zapato plano, suele ser con las punta hacia afuera, y me recuerda a un pato. Con el tacón, siempre las puntas hacia adentro... Y fueraparte de lo bueno o malo que sea para el pie, si es adecuado, la pierna y el andar es infalible como parte de la seducción. Se tenga la altura que se tenga, siempre tacón.
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