Hacía
pocos años que trabajaba como agente del FBI pero ya había conseguido ganarme
el respeto de mis compañeros masculinos y sobretodo, y lo más difícil para una
mujer, el respeto de mis superiores. No sólo había sido un esfuerzo personal
sino que había conseguido hacerme “amiga” de varias personas de los bajos
fondos que me habían dado buena información para cerrar casos de cierta
importancia.
Aquella
mañana recibí una llamada de Michel, uno de mis confidentes más habituales y al
que nunca había visto en persona.
– Estoy en
peligro… – me dijo muy asustado por teléfono
–
¿Qué ha pasado?
– dije yo intentando buscar una respuesta que me hiciera ubicarme.
–
Oye, no
preguntes y échame una mano. ¡Me lo debes y lo sabes! – dijo tremendamente
nervioso.
–
No te preocupes
Michel. Nos vemos …
–
No digas
nombres creo que me han pinchado el teléfono.
–
Dime que
quieres que haga pues. – le respondí sin saber muy bien que hacer.
–
¿Me quieres
ayudar? – dijo él.
–
Claro que sí. –
respondí y noté que al oírlo colgó.
Me
puse nerviosa con aquella llamada pero no sabía ni quien era ni dónde
encontrarle ya que todos nuestros contactos habían sido vía telefónica.
Transcurrió
la jornada de trabajo normal. Fui al parking a buscar mi coche y una vez
dentro, cuando iba a poner en marcha el coche, unos ojos negros se reflejaron
en el espejo retrovisor y una gran mano con un trapo empapado en cloroformo me
tapo la cara hasta quedarme sin sentido.
Cuando
recobré el conocimiento estaba en mi cama atontada, en mi casa, amordazada,
atada de pies y manos a la cama. Se acercaba hacia mi un hombre alto, de
complexión fuerte, piel tostada, ojos y cabellos negros. Yo intenté luchar
contra mis ataduras y gritar pero fue inútil. El hombre se sentó junto a mi y
me dijo:
–
Tranquilízate.
Soy Michel y he creído que esta sería la única forma de que me podías ayudar.
Ellos no te conocen y no saben donde vives. Sólo puedo estar seguro aquí hasta
que pueda irme sin levantar sospecha. ¿Lo entiendes? – asentí con la cabeza.
Me
quitó la mordaza de la boca y las ligaduras de manos y pies. Me senté en la
cama y seguía un poco mareada. Le pedí que me trajera un poco de agua. Cuando
se dio la vuelta me lancé contra él para reducirle pero era muy fuerte. Le
arañé pero él, me desprendió de mi y, tirándome al suelo, se abalanzó sobre mi
para que dejara de moverme y no gritara.
–
¿No vas a
estarte quieta? Por tu culpa me van a matar. ¿Es eso lo que quieres? – enfadada
por la situación asentí con la cabeza.
Se
quitó de encima mio, cogió una bolsa que tenía encima de una silla de la
entrada y antes de irse se giró y me dijo:
–
Creía que
podría confiar en ti pero ya veo que sólo eres otra estúpida poli más que sólo
busca llegar a lo más alto y da igual quien muera por el camino. ¡Qué tengas
suerte!
Me
abalancé como pude hacia la puerta, y aunque no estaba muy seguro de quien era,
le dije que podía quedarse. Que tenía que comprender mi reacción por la
situación que había pasado y él lo entendió.
A
los pocos minutos que soltara la bolsa sonó la puerta. Él se puso muy nervioso
pero le gesticulé que se tranquilizara.
–
Quítate la ropa
y quédate sólo con la interior. ¡Rápido! – le dije mientras yo también me
desnudaba y hacía lo mismo.
–
¿Qué dices?
–
¿Quieres que no
te pillen? ¡Haz lo que te dijo! – respondí tanjante.
–
Es que no llevo
ropa interior.
–
Joder,… pues en
bolas y tápate con la sábana. ¡RÁPIDO JODER!
Volvieron
a llamar insistentemente a la puerta. Esta vez dijeron que era la policía y que
abrieran. Yo me puse delante de él que rodeo mi cintura con una de sus grandes
manos.
Abrí
la puerta en ropa interior con él detrás de mí muy asustado.
–
¿Qué pasa
agente? – respondí sobresaltada y desconcertada aparentemente.
–
Su vecina de
abajo nos llamó diciendo que había escuchado unos golpes fuertes en el techo y
que temía por usted que es una mujer que vive sola.
–
Si, vivo sola
pero como puede comprobar, ahora no estoy sola. No haremos tanto ruido agente.
Pediré disculpas mañana a mi vecina. ¡Buenas noches! – respondí cerrando la
puerta aliviada.
Cuando
me giré el seguía aún muy cerca de mi y fue su torso desnudo el que lindaba a
unos centímetros de mi cara. Alcé la mirada y aún no se como,… busqué su boca.
El me devolvió el beso elevando su ardor en la respuesta. Me abracé a su cuello
y él soltó la sábana para cogerme bien mientras mis piernas se entrelazaron en
su cintura. La situación me estaba superando pero me daba igual. Necesitaba
sentirme libre y sólo quería dejarme llevar. Sentí como ágil y dulcemente me
quitó el sujetador mientras sus manos se deslizaban por mis pechos firmes,
excitados, deseosos de caricias. Me quitó mi braguita y sin dejar de besarme,
se tumbó no se dónde y dejó que yo fuera la que guiara la situación sexual.
Cogí su miembro erecto y ardiente, introduciéndolo con ardor en mi sexo. Empecé
a moverme de forma acompasada, dejando deslizar por mis adentros ese pene duro,
firme, palpitante. Mis caderas se movían como si de un caballo embravecido se
tratara y domarlo fuera la salida,… Pero era un caballo que se dejaba llevar
con gracia y salero a galope, con movimientos de caderas rotatorios que nos
dejaba a los dos en un mismo gemido repetido con cada penetración de forma
unísona. Me derramaba en su cuerpo mientras él intentaba controlarse para darme
más, y más, y más placer.
No
recuerdo cuanto tiempo estuve encima dejándome llevar por sus deseos y los míos
pero cuando sentí su leche recorrer mi sexo, tuve un orgasmo bestial que no
pude contener en un solo grito. Me abrazó para acallar mi gemido final y me
dijo susurrándome al oído “¿Es qué quieres que venga otra vez la policía?” Su
tono burlón, su sonrisa divertida y el abrazo entre su pecho, me calmó y me
hizo dormirme junto a él en la alfombra dónde lo había poseído en el comedor.
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