Es raro como
suelen pasar las cosas en esta vida.
Mi delegada de
zona me había llamado la noche anterior: “Te quiero mañana en el stand de la
empresa”. No preguntó si podía o no. No salió de su boca un triste te necesito
que me hiciera sentir un poco valorada. Era como un mandato en tiempo de
descuento (eso, sin lugar a duda).
Después colgó el
teléfono como si todo lo que saliera de su estúpida boca tuviera que ser de
ordeno y mando ipso facto. Pensé en
llamarla, en decirle que no iría, que se buscara a otra. Noelia era una
gilipuertas. Siempre con esa sonrisa falsa, con ese movimiento de cabeza como
si todo el que pasara del sexo masculino se quedara prendado por sus encantos
francamente escasos. No la llamé. Simplemente no iría y luego que viniera a
pedirme explicaciones si tenía lo que tenía que tener.
Sin embargo, a
la mañana siguiente, mi despertador sonó temprano como si en mi subconsciente
yo hubiera programado ir sin saberlo. Me resultó algo extraño pero, una vez
despierta, me duché, me vestí, desayuné y me fui a la universidad al stand de
la empresa.
Cuando llegué,
Noelia aún no había llegado. Al cabo de diez minutos de esperarla, me llamó y
me dijo que le había surgido un asunto familiar, y que le resultaba imposible
ir. Esta vez no me callé. Le dije cuatro frescas y, le colgué el teléfono.
Cuando estaba meditando si irme a casa y dejarlo todo ahí empantanado para que
nuestro superior le metiera bronca, apareció él. Se llama Raúl y era el nuevo
coordinador de la zona 69. Sabía que había habido reajuste en la empresa. Era
un chico joven, de unos trenita y pocos años, estatura media, piel más bien
clara, melena azabache, con barbita negra, ojos claros, como si de un océano en
calma se posara en ellos, y unos labios que podrían hacer perder el juicio
hasta a la mismísima Dama de Hierro. Creo cuando se dirigió a mí y me dijo: “Perdona… ¿Eres Ioana?” mi corazón se
paró en seco un instante antes de poder reaccionar de nuevo.
Cuando recobré
el latido y los sentidos, respondí y él me dijo que estaría conmigo todo el
día. En ese mismo instante bendije que Noelia me hubiera llamado, que el
despertador hubiera sonado y que el echo de haberme quedado a solas con él por
circunstancias de la vida. Sin lugar a dudas, aquel iba a ser un gran día.
La gente empezó
a entrar en clase. Pasaba por nuestro lado, cogían los flyers de forma cordial
y decían que se pasarían más tarde. Cuando me giré para poder observarle sin
ser vista desde la distancia, me di cuenta de que a todas las chicas que pasaba,
aquel hombre le resultaba tan encantador como a mí. Sentí una punzada en el
pecho. Todas eran mucho más jóvenes que yo. Aquello me hizo tocar de pies en el
suelo. ¿En que mundo un chico de trenita y pocos años se fijaría en una de
cerca de cuarenta años? En ese momento desee que apareciera cualquiera para
poder irme a casa.
La mañana nos
cundió a ambos, cada uno por su lado. Al haberlo desterrado de mi pensamiento
de hembra, todo había sido menos excitante pero más sensato.
A la hora de
comer, no podíamos dejar el stand solo. Me fui a comer yo primero y luego, se
iría él. Todo lo que por la mañana me resultaba que iba a ser especial al
verle, se había tornado en nada. Me hubiera gustado que se hubiera fijado en mí
como yo en él. Me hubiera encantado poder comer juntos, o bromear como cuando
hay buena sintonía entre dos compañeros de trabajo. Pero todo aquello había
sido todo una fantasía de una chica que ve que sus treinta y muchos, se escapan
irremediablemente para dejar paso a la fatídica edad con un cuatro delante. Ya
no sería una treintañera nunca más. A partir de diciembre, sería una cuarentona
(con lo mal que me sonaba a mí esa palabra. Parecía como un tiro a bocajarro
lanzado desde un lugar donde lo que más duele es dejar de sentirte hembra ante
algunos hombres).
Cuando acabé de
comer, me fui al baño. No sabía donde estaba. Me metí por un pasillo donde
había unas taquillas. Escuchaba agua correr y me guié por mis oídos. En aquel
baño había unas duchas y alguien, se duchaba. No ponía ningún distintivo de si
eran para hombre o para mujer y yo necesitaba con urgencia ir al baño. Entré y
de espaldas a mí, un hombre de no más de treinta años, desnudo, con las manos
contra la pared, dejando que su cuerpo entero fuera bendecido por cada gota que
emanaba como si de un manantial se tratara, de la alcachofa fija que había.
Contemplar aquel cuerpo mojado, relajado, completamente desnudo, era un
espectáculo deliciosamente seductor. Era un hombre de un metro ochenta más o
menos, castaño oscuro, con un cuerpo definido pero no muy musculazo. Me quede
allí observándolo sin más. Hubo un instante en el que él giró ligeramente la
cabeza y me miró. Se le escapo una sonrisa burlona. Sus ojos me miraron
fijamente. Sentí como si me hipnotizaran. “¿Te metes conmigo?” Pude decir que
no. Pude darme media vuelta y salir de allí sin más ni más. Pero no lo hice.
Con su mirada clavada en la mía, me quité los zapatos, desabroche mi falda
pantalón y la dejé estrellarse contra el suelo. Luego, me quité la blusa corporativa
dejándola caer junto a la falda. Me quité el sujetador, mis braguitas y me
adelante hacía una mano que me había tendido para meterme con él en la ducha.
Me coloqué entre
la pared y su cuerpo con su ayuda. No temblaba, no tenía miedo. No sabía porque
pero había deseado que algo así me ocurriera a mí. Ahora, pasara lo que pasara,
no pensaba desaprovechar la ocasión de disfrutar.
Me miraba y yo
le miraba fijamente. Cogió mi cuerpo por la cintura y lo adelantó un poco hacia
el suyo para colocarme bajo el agua. Por mi cuerpo corría el agua y era él
ahora, el que se deleitaba de más de cerca, con aquella visión. Abrí la boca y
cogí un buche da agua que dejé correr por mis labios. Su rostro se acercó al
mío y me besó. Primero como si de un roce se tratara. Alejo sus labios para
mirarme y volvió a besarme de nuevo dulcemente. Volvió a alejarse para mirarme.
Cada vez que se alejaba, su boca dibujaba una preciosa sonrisa picara que no
podía dejar de mirar. Lo repitió varias veces y cada vez, se quedaba un poco más
besándome. Los besos no eran ya dulces sino lascivos cada vez más. Uno de mis
pies se resbaló y él, al intentar cogerme, se pegó a mi cuerpo de golpe.
“No sabías como hacer para que me pegara a ti” sonrió mientras me miraba a escasos centímetro de mi boca.
Nuestros cuerpos estaban húmedos, piel contra piel. Podía notar su sexo
deseando embestirme con fuerza. Mi espalda tocó la pared. Sus manos contra la
pared mientras con una de sus piernas, intentaba abrirse paso entre las mías.
Con su rodilla, presionaba mi sexo sin prisas. Esperaba a escuchar mi gemido
entero para volver a presionarlo una y otra vez. Estaba claro que aquel chico
era más joven que yo pero sin lugar a dudas, saber como hacer gozar a una
mujer.
Su boca abandono
la mía para que sus labios succionaran mis pezones pacientemente. De uno a
otro, se movía como una traviesa mariposa jugando entre dos flores a las que
desea complacer por igual.
Su cuerpo se fue
acercando más y más y más al mío. No quedaba ni aire entre ambos. Me ayudó a
levantar una pierna un poco y me fue introduciendo su miembro erecto, duro,
descomunal, poco a poco dentro del mío. Fue inmensamente conforme,
tremendamente sereno mientras con sumo cuidado, mientras trataba de que no
sitiera dolor alguno ni por la postura, ni por su más que visible excitación.
Jugo a entrar y salir de mí para que todo fuera más gozoso. Poco a poco su sexo
se metía más y más dentro de mí. Cuando pude sentirla entera dentro, mi cuerpo
no pudo contenerse más y mis labios liberaron los gritos del primer orgasmo
conseguido. Pero no se paró, siguió embistiéndome contra la pared. Poco a poco,
sin prisa, hasta que mis piernas liberaron de nuevo otro chorro incansable de
lubrico deleite. Seguía dentro de mí, un poquito más y más fuerte, sin prisa
alguna. ¡Dios! Como le deseaba. Mis piernas apenas podían contenerse en pie de
la excitación. Él lo notó y me cogió de forma en que yo estuviera tranquila,
relajada y siguiera disfrutando más y más de él. Llegó el tercero, el cuarto,
el quinto, el sexto. El seguía incrementando poco a poco el ritmo. Cuando
llegué el octavo, el noveno orgasmo, el décimo, deje de contar. Él disfrutaba
de verme gozar con cada descarga de placer de mi cuerpo al alcanzar el clímax.
Yo no deseaba que parara. No podía articular palabra. Mi boca se delimitaba a
gemir, a complacer a mi partener en su disfrute viendo alcanzar una y otra vez,
el deleite supremo. Siguió subiendo sus embestidas de fuerza. No tenía prisa
por acabarme. Le gustaba lucrarse del goce de una hembra de verdad.
Siguió y siguió
y siguió. Un poco más fuerte. Otro poco más fuerte. Otro más fuerte. Cuando su
ritmo empezó a ser frenético, creía que me desmayaría de puro gusto. Su cara,
su ojos, su boca, todo su cuerpo estaba inflamado hasta el exceso.
Me embestía más
y más y más fuerte. Todo su cuerpo se contrajo de golpe y noté como honraba mi
sexo por dentro con su descomunal virilidad lubrica.
Se abrazo a mi
cuerpo. ¡Había sido increíble!
Nos vestimos y
salimos sin cruzar palabra. No hacían falta vocablos entre ambos. Todo lo que
necesitábamos saber del otro, lo había hablado nuestros cuerpos.
Cuando volvía al
stand, Raúl ya había vuelto de comer.
“¿Dónde
estabas?” me preguntó.
“Viviendo un
sueño”. Me miró como si estuviera loca pero eso ya me daba igual. Aquel día
había sido, a fin de cuentas, el más increíble de mi vida y nada, ni nadie,
conseguiría jamás borrar de mi memoria lo que goce un día en el que me
equivoque de puerta y traspasé las del paraíso terrenal junto a un completo
desconocido.