Sonia era una
chica menuda. Medía un metro cincuenta y cuatro. Pesaba noventa y dos kilos.
Cuando llegó a mí, buscaba ponerse en forma para el día de su boda. Faltaba un
año y medio. Ella deseaba estar guapa, preciosa y desfilar como siempre había
anhelado, como se merecía, como toda una princesa.
Yo era
entrenador personal en un gimnasio. Ella venía a conseguir tonificación en su
cuerpo pero antes… debía perder peso, mucho peso.
Sonia parecía
una persona extrovertida a la que el exceso de peso que había cogido, la hacía
estar muy acomplejada. Sin embargo poco a poco, con las clases, con las
rutinas, ella iba consiguiendo lo que anhelaba conseguir.
Un día, Pablo,
uno los chicos que venía cada día a entrenarse con un grupo de amigos, empezó a
reírse al ver a Sonia corriendo en la cinta de andar. Yo estaba ayudando en
musculación a otro chico. Cuando me acerqué a las bicicletas le escuché decir
claramente: “¿Queréis ver a una albóndiga en movimiento? Sólo tenéis que mirar
al frente”. Sus compañeros se reían. Sonia, de espaldas a ellos, no se percato
de nada. Pero a mí me entró tal rabia que le cogí por banda y le dije:
“Recuerda que tenemos derecho de admisión gilipollas. La próxima vez que te
rías de una persona no te dejo entrar de por vida. ¿Estamos?”.
Los días fueron
pasando. Dos quilos, diez, veinte, treinta y así iba ella siguiendo con su
rutina sin perder ni un solo día.
La cambiaron de
trabajo cuando llevaba siete meses en GYM. De venir a media tarde, tuvo que
venir a última hora, antes de cerrar. A veces nos quedábamos solos y hablábamos
durante un rato. Era una gran mujer, con la cabeza tremendamente bien
amueblada. Tanto podías hablar de cine, como de política, como de comida, de
arte,… de lo que fuera.
Faltaban tres
meses para casarse. Ella llegó, como siempre, y se puso a calentar. Como
siempre hablábamos a última hora, no me acerqué a ella hasta sin saber como ni
por qué no, perdió el pie en la cinta y se cayó. Corrí a ayudarla y tenía los
ojos llenos de lágrimas. Me la llevé a una sala donde hacíamos curas de
primeros auxilios un tanto reservada. Le pregunté donde le dolía. No dijo nada.
Le pregunté que le pasaba. No dijo nada. Al final, como si intentara sacarla de
un shock le grité: “¡QUIERES DESPERTAR DE UNA VEZ!”.
Ella me miró con
los ojos llenos de lágrimas. Por fin rompió a llorar. La abracé para consolarla
como un acto instintivo. Estuvimos un buen rato así. Cuando por fin pudo
hablar, me dijo que había ido a su nuevo piso a llevar unos regalos. Cuando
abrió la puerta escuchó como unos sollozos. Fue buscando los sollozos y cuando
entró en su habitación se dio cuenta de que no eran lamentos, sino gemidos. Su
novio se estaba tirando a otra en su cama.
No sabía como
consolar a una mujer que había sido engañada por la persona en la que más
confiaba. No sé que me impulsó pero acerqué mi boca a la suya y la besé. Ella
me miró un poco extrañada. Luego me devolvió el beso. Levantó mi camiseta de
deporte y empezó a lamerme el torso. Se deslizaba dulce y apasionadamente. Me
alcanzó los pezones succionándolos de tal manera que no pude contener mis
gemidos. Sus dientes los mordisquearon. El placer era sublime. Levanté su
camiseta. Saqué sus pechos por encima del sujetador. Me vertí sobre ellos
dedicando las mismas caricias que ella me había brindado a mí. Bajó mi pantalón
y yo el suyo. Se dio media vuelta. La giré hacia a mí y la miré a los ojos: “No
te escondas. No ahora. Deja que te mire”. En ese momento, se arrodilló ante mí,
bajó mi boxer y empezó a lamer mi sexo. No dejaba de mirarme fijamente, sin
apenas ruborizarse. Aquello me encantó. Verla tan entregada, tan sumisa, tan
dispuesta, tan mujer ante mí. La levanté del suelo, arranqué sus braguitas, y
la penetré. Sentí como algo en su interior se revolucionaba hasta tal punto que
me bañó el sexo con su primer orgasmo. Necesitaba sentirse mujer y yo,
torpemente, anhelando hacer que se sintiera mejor, lo había conseguido. Seguí
haciéndole el amor, besándole la boca, mordisqueando sus pechos, frente a
frente, como los hombres de verdad.
Notaba como
estaba agradecida con cada gemido, con cada derrame, con cada lubrico acometer
de su sexo y el mío.
No pude
contenerme más y me vertí dentro de ella. Ella me aferró con fuerza para que no
me apartara, para que ni una gota se perdiera.
“Nunca me había hecho
el amor mirándome a los ojos” dijo con los ojos llorosos.
“Nunca habías
estado con un hombre, Sonia. No te merecía. No le des más vueltas”.
Desde aquel día
Sonia ya no vino nunca más al Gym. Pensé que yo había frustado su reto de
alcanzar estar bella, de sentirse bien con ella misma. Lamenté que dejara de
venir.
Varios meses
después, en una cena con amigos, la vi con unas amigas. Me acerqué, la saludé.
“¿Por qué has
dejado el Gym?” le pregunté un tanto apenado.
“Lo conseguí con
creces. No sólo salí de allí siendo bella sino sintiéndome por primera vez en
la vida, una mujer”.
Me sonrió.
Aquello me bastó para comprender que a veces hace falta algo más que esfuerzo, tesón,
coraje y persistencia. Las cosas más valiosas de esta vida se consiguen con el
corazón.
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