018/150
El agua corría con virulencia por las
calles. La calzada, las aceras, ya no existían. Todo lo que conocía como
terreno seco se había convertido en un río improvisado que se encauzaba hacía
la parte baja de la ciudad. Caminaba sin paraguas. Mis pantalones negros que calaron
en apenas un minuto. Mi blusa se empapo un poco antes. La ropa interior se fue impregnando
a la par. Mis tacones parecían pequeñas barcas submarinas que alternaban en el
caminar, la parte aparentemente seca con el fondo de aquel arroyo que empezaba
a hacerme resbalar levemente.
Nunca me asustó la lluvia. Me encantaba
poder contemplarla desde mi coche, ya fuera conduciendo o desde un
aparcamiento. Me deleitaba escuchar el golpeo apaciblemente delicioso contra el
cristal de la ventana de mi habitación. Incluso mojarme nunca había sido un
problema, pues me encantaba caminar bajo ella dejando que resbalara desde la
parte alta de mi coronilla hasta mis tobillos sin prisa alguna. Cuando veía a
la gente correr por las calles intentando evitar mojarse siempre me decía a mi
mismo lo mismo: “¡Pobres insensatos! ¿Con creen que se duchan por las noches?”.
Sin embargo, yo nunca corría. Supongo que si alguien se hubiera percatado de mi
parsimonia, de mi placer simplemente por sentirme en unión con la naturaleza en
aquel simple gesto de fundirse con el agua que caía del cielo, quizás también me
hubieran considerada una insensata. Pero eso no me importaba.
Todo era perfecto. Sin prisa, sin estrés,
sin tantos ruidos incómodos de la ciudad a mí alrededor, sólo el agua,
chasquidos, salpicones, juego de percusión de aquellas lágrimas celestiales al
chocar contra papeleras, coches, vitrinas, escaparates y demás mobiliario
urbano. “¡Esto debe de ser la felicidad!” afirmé para mis adentros con una
sensación de plenitud plena.
Mas un resplandor ilumino el cielo de
norte a sur. Como si de un flash de una cámara se tratara. Cuando llegó el
estruendoso eco que perseguía aquel fogonazo, mi cuerpo entero se quedó
bloqueado por un instante. ¡Inmóvil de la cabeza a los pies! Luego, como si
hubiera recibido la descarga de aquel relámpago, corrí como si me persiguiera
una manada de ñués sin control. Poco me importaba ya ni la lluvia, pues algo
había alterado por completo mi calma. Otro resplandor en el cielo, la replica
sonara mas rápida que la anterior. Mis zancadas eran precipitadas. Ya no
caminaba, corría. Debía alejarme lo antes posible de allí. Mi corazón me
azoraba. Todo mi cuerpo temblaba pero no de frío. Sentía pavor, un pánico terriblemente
horrible que me subía por la espalda. Un tercer fogonazo explotó delante de mí,
como una aparición inesperada. El rumor estrepitoso y punzante me hizo
replegarme como un ovillo de lana en mitad de la nada. ¡TENÍA MIEDO! Y no podía
hacer nada.