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Hay varios días al año en los que todos
empezamos de nuevo algo. El primer día del año siempre empezamos todos
ilusionados. Al igual que después de las vacaciones de invierno, primavera y
verano. Todos volvemos con ilusiones renovadas al trabajo y la rutina, aunque
sea siempre lo mismo. Todos empezamos el gimnasio cada lunes, o cada primeros
de mes al igual que una dieta para ponernos en forma. Todos nos proponemos
estudiar un idioma, apuntarnos a alguna actividad para conocer a nuevas
amistades o alguien con que salir algún fin de semana que otro para romper con
las costumbres adquiridas por la familia y demás. En unos pocos días los niños
volverán al colegio y todo será como siempre, aunque sea un nuevo curso, un
nuevo preludio, una nueva etapa que superar.
Cuando escribes que llegue un día uno o un
lunes no nos ayuda a la hora de recuperar la fluidez de una pluma. Ni siquiera
el cambio de tinta nos ayuda a que eso ocurra. Si la pluma se seca, se seca y
no hay nada más que hablar. Pasa el tiempo, pasan las horas, los minutos, y
como el pintor ante un lienzo blanco con el pincel sin pintura, te encuentras
sin saber cual va a ser el siguiente paso (sin saber si habrá un siguiente
paso).
Han pasado muchos días (quizás demasiado).
¿Volverá mi pluma a tener sus trazos del ayer cuando mi mano, mi brazo, mi
hombro, mi cuello y mi mente se despierten por fin de su letargo? No lo sé. No
sé si nunca tuve destreza en ello. Pero no pienso lamentarme. No pienso
lloriquear o pedir ayuda o entonar el mea culpa. No hace mucho un amigo (yo
creo que un gran amigo), me dio dos buenas tortas con la mano abierta y
cogiendo carrerilla (aún me tiembla hasta el latido desde ese día). Lo bueno es
que lo hizo de esa manera que los hombres de verdad hacen las cosas que duelen
y remueven algo por dentro: con el verbo, con la prosa y desde la distancia,
con una carta y poniéndome un espejo delante de mí. ¿Alguna vez alguien os ha
querido tanto como para poneros delante de vosotros mismos para que seáis capaces
de veros de frente?
Cuando lo hizo mi amigo le dije,
literalmente: “Si esta es tu manera de joderme, mejor déjalo”. No pude odiarle.
Pero si me hizo sentir de una manera rara, entre asqueada de lo que veía y
afortunada por tener la suerte de por fin mirarme a la cara. No pude odiarle (sí,
se que me estoy repitiendo pero es que era importante no odiarle por lo que
había echo). Mas estuve a punto de ello aunque no por tener el valor que yo no
había tenido, sino por obligarme a ser la parte contemplativa de mi propio
desastre.
Tras aquel momento a mi misma me hice
varias promesas (no voy a decir cuales). Mas puedo confesaros una cosa: se
acabó el mirarse el ombligo, a esperar que alguien te lo de todo hecho, a
esperar de los demás esa oportunidad que llevo años esperando y que se forjó
con la ilusión de poder ser escritora algún día. Nadie salvo yo poseo la
fortaleza para hacer que ese sueño, que esa ilusión, que esa forma de vida sea
el por fin el motor de mi vida.
Y es lo que tiene el que te den dos tortas
bien dadas (pero no literalmente, pues eso llevado a la práctica es sólo de
cobardes que no saben como tratar a otras personas): se te aclaran las ideas de
tal manera que eres capaz de comprenderlas sin que aún vayan asentándose de
nuevo en su lugar.
MORALEJA: Henry Ford dijo:“El
fracaso es una gran oportunidad para empezar otra vez con más inteligencia”.
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