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El fallecimiento de un ser querido es algo
francamente duro. No sólo está la elección del ataúd, de la urna, de las
flores, de los recordatorios. No sólo está el momento del tanatorio, de la
ceremonia, civil o religiosa para dar el adiós, del entierro o la incineración
como último acto de respeto a esa persona que se nos fue. Tras una muerte, hay
un sinfín de pasos que tenemos que dar incluso aunque no estemos preparados, y
no me refiero a últimas voluntades o testamentos o herencias y esas cosas. Me
refiero a un papeleo inagotable y ese recuerdo constante de tener que borrar lo
que un nombre, ese nombre de esa persona amada y desaparecida, inunda
incansables registros y demás.
Cuando dejas de existir todos se empeñan, desde
la administración hasta los bancos sin olvidar los organismos intermedios, a
hacer que tu familia, sin estar preparada, trate de arrinconar a esa persona
que existió una vez más allá de unos papeles.
Quizás es por eso que actos tan sencillos
como recoger una habitación, guardar sus cosas en una caja, borrar un número,
sean francamente duros para aquellos que tras todo ese ir y venir en un tiempo
record cerrando y acabando con la existencia de una persona logísticamente
hablando, sea francamente imposibles.
Recuerdo que hay dos muertes en mi familia
muy significativas que me marcaron mucho. La primera fue hace veintiocho años
cuando falleció mi abuelo. En mi casa se guardaron todas las fotos en las que
salía mi abuelo. No sé quien tomó esa decisión sólo se que de la noche a la
mañana, todas se guardaron. Tras varios años de buscarlas (no sé por qué pero
siempre quise saber donde estaban para conservarlas para siempre), las
encontré. No eran muchas (diez o doce fotos que resumían toda una vida), pero
las puse en un álbum y las guardo como si fuera oro del más puro jamás
imaginado.
Hace diez años fue esa otra muerte que
trastocó mi mundo por ese acto familiar que ocurrió en mi casa. Por aquel
entonces yo ya vivía lejos de mis padres y aún así, ese momento me tocó más que
estando en el mismo lugar pues era yo la que poseía ese recuerdo ansiado que
todos me demandaban. Otra vez las fotos eran las protagonistas de esta nueva
historia de despedida. Esta vez, no pedían ocultarlas sino que me solicitaban
todas las que yo tenía. Por aquella época tuve que escanear muchas fotos (ahora
están digitalizadas o son todas digitales pero en aquella época, las que tenían
eran en papel fotográfico). Durante varios días, con una paciencia más infinita
pues en casa los escaners no son como los que uno tiene en las oficinas, fui
compilando todos aquellos recuerdos en los que salía mi abuela. Eran momentos
sencillos y muy humanos (haciendo la matanza, preparando arrope, regando las
plantas, comiendo sandía, dando un paseo, haciendo el tonto con un pañito en la
cabeza y unas gafas de sol oscuras como imitando a Martirio en una noche de
agosto en el porche de su parcela, yendo a visitar a un santo o a una virgen,
en el Rocío, en una procesión, delante de una iglesia, encendiendo una vela,
estrenando un vestido nuevo, dando de comer a las gallinas, yendo hacia la
puerta para abrir la cancela,…). Para mí, cuando las hice, aquel momento vivido
a su lado era único. Deseaba conservarlo y revivirlo en mi memoria cada vez que
contemplara aquella foto. Cuando tuve que montar aquellos álbumes no fue nada
fácil para mí. No pude ir al entierro de mi abuela por motivos personales que
ahora no vienen al caso y aquel acto me hacía romper a llorar con cada foto,
con cada recuerdo, con cada vez que recordaba que jamás podría a vivir un
momento parecido a su lado.
En casa de mi abuela su ropa aún no se
tiró. Está en maletas y cajas pues nadie se ha visto con corazón de recogerlo
todo y pasar página. No es fácil llegar a hacer cosas sencillas cuando alguien
fallece. Algo tan simple como el respirar se convierte por momentos en una
tortura insoportable.
Sé que llevo algunos días en que la
muerte, la despedida y el dolor son la parte común de mis escritos. Sé que no
debo recrearme en ese malestar, que la sombra amarga de la depresión acecha sin
dar tregua por los cuatro puntos cardinales de mi existencia. Intento
recomponerme. Intento que mi caminar sea certero, que mi paso sea firme, que mi
rumbo sea el correcto. Mas se que sabéis que a veces, la gran mayoría de estas,
cuando alguien al que hemos querido de una manera u otra se marcha, el perder
las fuerzas, el sentirse vulnerable, el no tener ánimo para nada es sólo una
manera de decir que se te echa de menos y quizás mañana, aunque siga doliendo
igual, me levantaré con esa vitalidad que tú recordabas para dar lo mejor de mí
y que aunque sea en la distancia, te sigas sintiendo orgulloso u orgullosa de
haber formado parte de mi vida.
¡¡¡NO VOY A RENDIRME JAMÁS!!! Te lo
prometo. Sólo necesitaba coger aliento y creo que pronto seré capaz de volver a
andar.
Dulces sueños. ¡Buenos días!
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