Su
rostro reflejaba el paso del tiempo. Si alguien la miraba un buen rato desde la
distancia, podía parecerle que era una persona que había sufrido mucho. A
otros, una de aquellas mujeres que dormitan calladas un amor que se fue hace
tiempo. Otros, los que menos se paraba a observarla, bien se les podía tornar
su dulce rostro en el reflejo absurdo de alguien que dejó de poseer la cordura
hace mucho tiempo (más del que ellos podrían invertir con un simple y fugaz
vistazo).
Nadie
sabía de que mal aquejaba su alma, ni si en su corazón tenía herida que
sangrara mas que un río desbordado tras cuarenta días de lluvias torrenciales.
Nadie la recordaba acompañada pero la soledad que manifestaba, tampoco les era
familiar. Nadie tenía presente ni hermanos, ni padres, ni familiar alguno a su
lado. Nadie al intentar volver la vista atrás la había visto con un hombre, o
una mujer, o un animal de compañía. Pero a todos, absolutamente a todos, esa
soledad, esa tristeza malinterpretada o real, les chocaba tanto que no podían
dejar de pensar en ella al volver a sus casas.
Algunos
decían que no había sido feliz. Que toda su vida había sido un vagar de aquí
para allá sin rumbo fijo. Otros explicaban que se había quedado huérfana a una
edad temprana y que desde entonces, la soledad y la tristeza habían sido sus
únicas compañías. Otros hablaban de un hombre que la dejó tras un verano
apasionado de locura y desenfreno (después de eso, es lógico que no volviera a
confiar en nadie). Se contaban leyendas, se creaban cuentos, rimas tontas,
cancioncillas ilusas, miles de males y tormentos por los que ella, sólo ella
había podido soportar. Pero nadie, absolutamente nadie, se acercaba jamás a
cruzar una palabra con ella para preguntarle cual era su pena.
Un
día, unos visitantes paseaban con sus hijos cerca de donde ella solía estar. La
pequeña de la familia, una niña con largos cabellos áureos, mirada bribona y
con una simpatía sin igual, se cayó al suelo y su osito de peluche voló por los
aires hasta caer a los pies de la mujer triste. La niña se levantó como si nada
y fue en busca de su oso que había recogido aquella dama triste.
-
Gracias señora.
– respondió la niña con una dulce sonrisa en su rostro.
-
¿Te has hecho
daño pequeña?
-
No, suelo caerme
a menudo. Pero he aprendido a levantarme sola. ¿A usted le duele algo?
-
No pequeña no,
nunca tuve dolor alguno.
-
¿Le gusta la
soledad? Es que no la veo acompañada por nadie.
-
Es mejor a veces
estar solo y triste que alegre y contento.
-
¿Por qué? –
pregunto intrigada la bribonzuela.
-
A las personas
mayores le gusta tener cosas que contarse mutuamente para no tener que mirarse
a si misma, como si estuvieran delante de un espejo. ¿Sabes lo que te digo
pequeña?
-
Creo que si.
Mama no le gusta su cara por la mañana. Después se maquilla y a mi no me gusta
pero a ella si. Supongo que se ve guapa pero yo ni siquiera la reconozco.
-
Pues eso es lo
que me pasa a mí: soy el maquillaje de este pueblo y el día que yo no esté, deberán
encontrar fuerzas para volverse a mirar en el espejo o buscar otra que ocupe mi
lugar.
-
Entonces no la
molesto. Gracias por darme mi osito. ¡Que tenga un buen día!
Varios
del pueblo se acercaron a ella y le preguntaron muy intrigados:
-
¿Qué te dijo
princesa?
La
niña bajó la mirada como si estuviera muy afligida y respondió:
-
Sólo que está
triste y sola.