Cuando mi marido
Alberto me dejó por otra más joven fue un duro golpe. Llevaba ya varios meses
muy raro. Yo no quería creer que estaba con otra. Sólo llevábamos siete años casados y nuestro hijo pequeño
sólo tenia un año y medio y la nuestra niña cinco.
Aquella chica,
la que acabó con mi matrimonio, se había encaprichado de mi marido en la
empresa. Poco a poco fue cavando un pozo bajo mis pies mientras sobre mis
cenizas ella hacía sus deseos realidad.
El tiempo pasó.
Mi ex pasó dos años sin ver a sus hijos. Pero era padre y su deseo de verles,
tarde o temprano, volvería a él.
Cuando regresó
yo ya había pasado lo peor de nuestra ruptura (lágrimas, dolor, desconfianza,
miedo,…) y empezaba a vivir de nuevo.
Alberto quiso
recuperar el tiempo perdido con sus hijos y aunque yo deseaba que sufriera por
todo lo que me había hecho pasar, no tuve valor para hacerle eso a mis
pequeños.
Con el tiempo,
por los niños, él y yo volvimos a hablarnos cordialmente.
Una noche, mi hija se puso muy enferma. No sabía que hacer con el pequeño y llamé a su padre. Vino de seguida. Por suerte sólo fue apendicitis pero poder contar de nuevo con Alberto me hizo recordar viejos sentimientos que nunca se van del todo. ¡Lo había amado mucho! Y donde hubo fuego siempre quedan ascuas que con poco, pueden hacer que prenda.
Cuando regresé a
casa para ver a mi pequeño después de que la niña saliera de quirófano, él
seguía ahí, donde habíamos vivido juntos. El niño dormía. Había preparado cena
para los dos. La mesa estaba puesta. Me di una ducha, me senté con él a la mesa
y hablamos.
Me comentó que
no era feliz. Que llevaba meses dándose cuenta de que había cometido un error.
Ella no era como pensaba. Ahora, que la magia del principio se había esfumado,
que el morbo de las primeras veces se había acabado, se sentía vacío con una
mujer que no le llenaba. Quise decirle que se lo merecía, que había sido un
cabrón, que saliera de mi casa y que no volviera nunca más. Pero me quedé ahí,
escuchándole, sin recriminarle nada.
Cuando acabamos
de cenar, recogí la mesa. Él empezó a lavar los platos.
-
Puedes quedarte a dormir si quieres.
-
¡Gracias! Deseaba quedarme.
-
No te confundas… dormirás en la cama
de la niña.
-
Lo entiendo.
Me fui al que
había sido nuestro cuarto. Podía escucharle ducharse, salir por el pasillo y
entrar en la habitación de la niña. Quería dormirme y dejar de pensar en él. Me
tumbé en la cama. No podía dormir. Podía oler su aroma, podía sentir su cuerpo
moverse en la habitación de al lado tan inquieto e intranquilo como el mío.
Abrí la puerta
para ir al baño. Como si fuera un reflejo él había hecho lo mismo. Estábamos
uno frente al otro. No hicieron falta las palabras.
Su cuerpo se
estrello contra el mío. Su corazón acelerado latía tan fuerte, tan rápido, que
podía notarlo por su torso desnudo. Levantó mi camiseta y devoró mis pechos
como jamás lo había hecho nunca. Su boca estaba ansiosa, con ganas de mí, y mis
pezones erectos, le dieron la bienvenida más deseada del mundo. Me empotró
precipitadamente contra la pared. Le mordía el cuello, le chupaba la oreja. Me
encantaba escucharle gemir de aquella manera. Me arrancó mis braguitas. Se
quitó el boxer. Me penetró ferozmente. Grité lúbricamente. Su cadera era un
monte infinito de ansias contenidas que se calvaban en mi sexo una y otra y
otra y otra vez.
Cuando por fin
estallamos juntos en un orgasmo bestial, casi perdimos el conocimiento.
Los cuatro meses
siguientes fueron pura delicia. Follábamos en todos lados, baños, probadores,
en su oficina. Un día íbamos tan calientes
que al salir del restaurante, no pudimos llegar hasta el coche y me poseyó
entre dos coche que había aparcados casi en la puerta del restaurante. Éramos
como dos adolescentes calientes que no podían contenerse las ganas ni lo
intentaban.
Pasaron un par
de semanas y volvió a ponerse raro, como aquella vez cuando al final se acabó
yendo con ella. Aquella vez estaba preparada. Era fuerte y no sufriría. Sabía
que aquello pasaría. Ahora era su marido, el de ella, y pese a que había estado
conmigo, sabía que volvería a ella porque con la edad, los hombres pierden la
confianza y se acostumbran a todo, incluso a vivir una vida sin pasión.
Un día, no sé
porque, le envié un mensaje al móvil a ella:
“No sé si lo
sabías pero Alberto
y yo llevamos
cuatro meses teniendo
encuentros
sexuales salvajemente lúbricos”.
No supe lo que
pasó tras mi bomba a su móvil. Por lo que me contaran unos amigos, estaban en
casa de los padres de ella celebrando no sé que. Le llegó el mensaje y sin
pensar en nada más, empezó a gritarle en mitad de todos. Rompieron ese mismo
día. Su divorcio llegó un poco más tarde. ¿Había sido cruel? Bueno, no había
sido buena del todo pero todo lo que va vuelve. Ella me había robado a mi
marido a mis espaldas. Yo había ido de frente. ¡Eso me lo tenía que agradecer! Aunque
no lo hizo. ¡No la culpo! La venganza es un plato que se sirve muy frío.
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