No sé porque se
pasan las cosas pero… cuando algo te hace frenar en esta vida siempre es por
algo bueno y necesario.
Después de un
matrimonio que se rompió después de veinte años, me refugié en mi trabajo. Iba
de acá para allá, tratando de tener la mente siempre ocupaba (me mudé de casa y
apenas había dormido en ella un par de noches en tres años). Me había instalado
en un pequeño pueblo de montaña donde nadie me conocía y donde no quería
conocer a nadie. ¡Así era yo!
Hacía años que
tenía un problema en una de mis rodillas. Había tenido que dejar un poco mi
gran pasión, el futbol amateur. Pero me encontraba bien para poder hacer algún
partido con los amigos de vez en cuando. Un día de esos en los que quedas para
pasar el rato, habían acabado de fregar y me resbalé de bruces en el suelo
dejando caer, por desgracia, todo mi peso en mi rodilla mala (soy un hombre
alto, fuerte y… el dolor de esa altura, de esa fuerza, me hizo estremecer de
dolor de la cabeza a los pies). Tuvieron que llamar a una ambulancia y tuvieron
que operarme de urgencias (había sido una mala caída). Escuchaba voces aquí y
allí. Entré en quirófano. Cuando volví a abrir los ojos estaba en una
habitación de hospital con la pierna inmovilizada. El cirujano vino y me dijo
que había tenido suerte. Que tenía que guardar reposo un mes. Tendría que hacer
rehabilitación.
– ¿Cuándo tendré el alta
doctor?
–
¿Vive solo?
–
Si,… ¿Por qué?
–
Porque sino tiene ayuda, deberá
permanecer ingresado hasta que se recupere.
–
Vivo sólo pero tengo ayuda – mentí.
No me gustaban los hospitales y deseaba salir de aquel lo antes posible.
–
Mañana pasaré y si no ha tenido
fiebre, le daré el alta.
Pasé toda la
noche sin fiebre y al día siguiente me dieron el alta. Llamé un taxi que me
vino a recoger y me fui para mi casa. No podía apoyar el pie. No tenía muletas.
Tenía que estar aguantando el equilibrio como podía. Pensé que podría
apañármelas al llegar a casa. ¡Me equivoqué!
Salí del taxi.
El taxista me ayudó a llegar a casa. Cuando intentaba abrir la puerta, estuve a
punto de caer. Una chica que salía de la casa de al lado, me ayudó para que no
cayera. “Puedo yo solo” le dije de forma brusca. “Pues yo creo que te
equivocas” respondió ella mientras me pedía que pasara mi brazo por sus hombros
y la utilizara a ella como una muleta. Llegué al comedor y me dejé caer en el
sofá. Ella dejó mi bolsa encima de la mesa.
–
¿Tienes muletas? Puedo traértelas si
quieres.
–
No, no tengo.
–
¿Cómo te las vas a apañar para
caminar?
–
Ya veré.
–
¡Vale!
Se fue, me deseo
buenas noches y cerró la puerta tras de si.
Me tumbé en el
sofá y me quedé dormido.
Dormí toda la
noche y me despertó al día siguiente los golpes en la puerta. No podía
levantarme. Había cogido una mala postura y me dolía todo. Volvieron a llamar
pero no podía moverme. La tercera llamada me puso de los nervios. ¡ME SENTÍA
INÚTIL! Quien fuera se cansó a la tercera llamada o eso creí yo. De golpe y
porrazo, por la parte del patio, aparecieron dos muletas y una mujer.
–
Ya veo que te vales por ti mismo y
que no necesitas ayuda. – dijo la chica de la noche anterior que, sin saber
como ni porque no, se había colado en mi casa con un par de muletas.
–
¿Qué coño haces?
–
Pues traerte un punto de apoyo, no
para que muevas el mundo, sino par que te muevas tú.
–
Gracias pero no las necesito.
–
¿A sí? La misma ropa de ayer. He
llamado a la puerta y no has abierto. Y lo mejor del todo será verte saltar a
la pata coja desde la cocina hasta aquí con un plato de comida. ¡Voto por tener
fila si es sopa bien caliente! – sonrió de forma burlona.
No dije nada
pero tenía razón. Necesitaba que me ayudaran un poco.
Las dejó, me
dijo que tuviera cuidado y se fue.
Aquellas muletas
me facilitaron el poder moverme de un lado a otro. Pensé que al siguiente
volvería pero no lo hizo.
Subí las
escaleras el cuarto día para ir a mi habitación. Desde mi estudio se veían los
patios más cercanos. Estuve un buen rato mirando por la ventana. Luego seguí
con mis pocos quehaceres. ¡No sabía que hacer con tanto tiempo libre!
Pasó un quinto
día horrible. Un sexto día extremadamente lento. El séptimo llegó y fue
pavoroso por partida doble. El octavo día fue exageradamente parsimonioso. Y
así vinieron uno tras otro los días. Nadie me visitaba (allí nadie sabía ni
quien era). Me sentía un tanto sólo y a la única persona que me había brindado
una mano,… la había alejado.
Llevaba veinte
días ya en casa. ¡Estaba hasta las narices de estar encerrado! Me puse a mirar
por la ventana de mi habitación. Allí estaba aquella chica.
¿Habéis podido
observar a una mujer desde una distancia y ver la sensualidad que desprende en
cada gesto natural de su cuerpo? Su pelo recogido en una cola y moviéndose
cuando camina a lado y lado de su cuello. Su camiseta de escote en V profundo
que se cae por un hombro dejando ver un top que trata de guardar el secreto de
sus enormes pechos atrapados para no ser vistos. El bamboleo de sus caderas
cuando tiene la ropa. Aquella figura y su sencillez me devoraron mi instinto de
hombre por dentro. Desde aquel instante no pude quitarme aquella visión de la
cabeza.
Me fui a la cama
y el sueño me vino pronto. Ella era la protagonista. Su pelo, su cuerpo, sus
movimientos, su boca, su risa. Me desperté sobresaltado. ¡Necesitaba volver a
verla!
Al día siguiente
ella volvía a estar en ese patio. La blusa blanca dejaba vislumbrar los encajes
de su sujetador. Se acariciaba el cuello como tratando de quitar una dolencia y
me volvería loco pensado que aquella podría ser mi mano. Se agachó a recoger
una prenda caída al recoger la colada y ver aquel gesto de inclinación creí
morir de excitación plena.
Desee que ese
mismo día me visitara, viniera a verme a mí. Lo dije millones de veces en mi
mente. “¡Ven! ¡Ven! ¡Ven! ¡Necesito
verte! ¡Necesito verte! ¡Lo necesito!”.
Pasó el tiempo y
llamaron a la puerta. ¡Era ella!
–
Preferí volver a usar la puerta.
–
¡Me alegro que lo hicieras!
–
¡Vaya! Veo que te van bien las
muletas tanto que te endulzaron hasta el trato.
–
No seas mala. Tenía mucho dolor.
¿Quieres pasar?
–
¿Me dejarías que entrara?
–
Por un día me gustaría comer en la
mesa del comedor y yo no puedo usar las muletas y ponerla – intenté decir de
forma suplicante pero con un tono cortés para que quisiera quedarse.
–
De acuerdo. Pero a cambio de ese
favor,… me gustaría quedarme contigo a comer.
–
¡Trato hecho!
Puso lo mesa.
Comimos. Hablamos. Nos reímos.
Después, quitó
la mesa y al intentar sentarme en el sofá, se me resbaló una muleta y estuve a
punto de caer al suelo. Ella al intentar cogerme se cayó encima mío. Al ver tan
cerca aquella camiseta blanca y poder ver la blonda de su sujetador blanco
trasparentarse tan cerca de mi, la besé en la boca calurosamente. Ella me
miraba desconcertada cuando alejé mi boca para ver su cara. Tenía miedo de que
pensara que era un aprovechado. Estaba a punto de disculparme cuando me cogió
por la nuca y me acercó a su boca. Se incorporó un poco y se escarranchó sobre
mi, a horcajadas sobre mis piernas con mi sexo prisionero de mi boxer y de mi
pantalón pero bien duro, a solo unos milímetros escasos del suyo.
Me sacó la
camisa con mucho ímpetu. Agacho la cabeza y empezó a lamer mis pezones. ¡Su
lengua era una delicia! Jugaba con uno mientras el otro deslizaba sus dedos que
iba mojando de saliva poco a poco. Luego los mordisqueo y creí morir de placer.
Se iba alternando ahora uno, ahora el otro y no dejaba de saborearlos ni un
instante (ella sabía lo que me gustaba sin decírselo. Yo no podía ocultar mis
gemidos que cada vez eran más intensos). Luego empezó a succionarlos como si
fuera un bebe que está siendo amamantado. ¡Jamás me habían hecho aquello! Era
algo completamente extrañamente nuevo, increíblemente delicioso hasta un borde
que jamás había sentido. Se quito su camiseta y pude ver sus pezones duros
traspasar la blonda de su sostén. Eso me excitó aún más si es posible. Se quitó
de forma magistral sus pantalones. Desabrochó el mío liberando mi sexo. Lo
acarició deliciosamente suave. Luego, ladeo un poco sus braguitas y sin
quitárselas, se introdujo mi sexo en el suyo. ¡Fue increíble! Se movía lenta y
acompasadamente proporcionándome un placer inimaginable. Se derramó una primera
vez sobre mí y su orgasmo me recorrió el cuerpo de la cabeza a los pies. ¡No
hay nada más excitante que ver gritar de deseo a una mujer! Poco a poco fue
acelerando en ritmo de su cintura. Mi sexo estaba duro y no se como ella
conseguía que no me derramara yo dentro de ella sin dejar de ponerme cada vez
mas cachondo. Seguía derramándose una y otra vez sobre mí. Yo no podía dejar de
mirarla, de tocar sus pechos, de lamer su cuello mientras ella seguía
moviéndose cada vez un poco más fuerte, ahora de adelante a atrás, ahora en
círculos. ¡Era toda una diosa del sexo! Seguía su ritmo cada vez un poco mas
acelerado. No pudo contener mas mi excitación que la llenó de leche por dentro
mientras mi cuerpo seguía recorriéndolo el más tremendo orgasmo que jamás había
sentido con pequeños espasmos deliciosos de goce.
Jamás habría
pensado que alguien desconocido podría hacerte disfrutar tanto de deseo. Ahora
sólo estoy deseando volver a verla mañana, a través de la ventana, esperando y
deseando, que vuelva a llamar a mi puerta.