Nuestro primer encuentro había sido intenso a
la par que ardiente. Nos conocimos y tanto al uno como al otro, nos embriago el
dominio que ambos gastábamos del verbo y la palabra. Dos mentes pensantes en
dos mundos distintos, separadas por no muchos kilómetros con vidas totalmente
plenas que en un momento determinado, había decidido pasar sin mucha ropa,
algunas horas del día gimiendo de placer hasta casi perder el conocimiento.
Eso ya era pasado, y los intentos malogrados
de un segundo encuentro, aunque muy deseado, se frustraban una y otra vez.
Habían pasado yo ocho meses. Recibí una
llamada para una entrevista de trabajo en su ciudad. Uno de mis problemas para
poder verle era mi nulo poder económico para la movilidad. Pero, al ser una entrevista,
le pedí a mis padres que me ayudaran con el fin de conseguir una oportunidad
laboral. Si la conseguía, el dinero que habían invertido en hacerlo realidad,
les sería devuelto (aunque ellos no lo cogieran). No recordaba mucho la empresa
que me había llamado pero una visita en Internet, me puso al corriente de sus
servicios empresariales. Personal joven, con capital Alemán, con gran solvencia
económica, con proyectos de futuro pese a la crisis del país. Era como haberse
topado de bruces con una aguja en un pajar.
Me arreglé, cogí el primer tren para ir a la
entrevista y me presenté diez minutos antes de la hora. Mientras el de
seguridad comprobaba con quien tenía la entrevista, lo avisaba y me preparaba
la acreditación para poder acceder a las instalaciones, llegaron dos personas,
un hombre y una mujer, hasta donde yo me encontraba. Se presentaron como los
que sustituirían a la persona que me tenía que hacer la entrevista, un tal
Alberto. Él se llamaba Carlos y ella Sara. Vestían elegantes y sobriamente
ambos. Por un momento temí no estar a la altura del puesto que se me ofrecería.
Me empezaron a sudar las manos y mi autoestima y mi fuerza interior, se fueron
desinflando poco a poco.
Entramos en una sala, cuatro preguntas de
rigor (él apuntaba mientras ella me hacía las preguntas y observaba todos mis
movimientos. Sentía que si respiraba más de la cuenta o si mi corazón se salía
del pum pum habitual, se darían cuenta de ello). Me dejaron haciendo
psicotécnicos y preguntas tipo test en las que todas son válidas. Estuve una
hora y cuando iba a llamar a la extensión que me habían dicho para devolver los
papeles, la puerta se abrió. ¡Era él! No Carlos, ni Alberto, sino el hombre que
dominaba el verbo. Llevaba un precioso traje gris que resaltaba su figura y que
lo hacía parecer más alto (la primera vez que lo había visto, iba vestido
completamente informal), una reluciente camisa blanca, un cinturón negro de
piel a conjunto con los flamantes zapatos y una corbata con tonos lilas y
malvas. Guardé la compostura. No habíamos hablado de hacernos los suecos sin
nos volvíamos a ver, pero el protocolo de reconocer a alguien en su lugar de
trabajo en una vida que no debías conocer, no creo que existiera aún en nuestro
vocabulario. Me levanté cortésmente, estreche su mano como si fuera la primera
vez que le veo y me presenté como si fuera la primera vez que lo veía. El hizo
lo propio. Le dije que ya había acabado con lo que se me había dejado y que
estaba a punto de llamar a la extensión que me habían dicho para poder entregar
la documentación con mis respuestas. Alargó la mano y yo se la entregué sin más.
No miró nada de lo escrito y me dijo que ya se pondrían en contacto cuando
hubieran finalizado el resto de entrevistas. Me acompañó hacia la puerta y
cuando estaba a punto de dejar mi pase, le dijo el responsable de seguridad,
que nos esperaban en la sala de reuniones. Me dijo que le acompañara. Dejó la
documentación en el mostrador de seguridad con un post-it encima con un par de
nombres que no logré conseguir leer, y nos dirigimos ambos hasta un ascensor
anexo a la entrada. Subimos tres plantas y fuimos a parar a una oficina que
parecía completamente desierta. Todo estaba como debía estar una oficina pero
sin personal alguno, como si alguien lo hubiera evacuado todo sin saber muy
bien el motivo. Caminamos en silencio hasta la sala indicada. Entramos y no
había nadie. Él cerró la puerta y cuando estuvimos solos me dijo:
– Ves como sí que podías venir.
– No te entiendo – le respondí yo un tanto
perpleja.
– Cuando intentamos quedar siempre me
respondías que no podías, que no tenías liquidez. Ahora estas aquí,… ves como
todo es posible.
– No me digas que esto no es una entrevista
de trabajo – dije muy molesta.
– No es una entrevista de trabajo – me dijo
con una mirada fría y penetrante.
Le abofeteé la cara. Nunca había pegado a
nadie pero la rabia que sentía se liberó através de mi mano.
– Le he tenido que pedir dinero a mis padres
para poder desplazarme. He tenido que cambiar de hora otra entrevista para
poder venir y me dices que todo es una farsa sólo para demostrar,… ¿Qué? ¿Qué
te mentía? ¿Qué querías demostrar? – respondí conteniendo las lágrimas en los
ojos.
Me miraba como si todo aquello no hubiera
estado pensado para que desembocara en aquel melodrama.
– Tengo que salir de aquí, tengo que irme,… –
buscaba la puerta muy nerviosa tratando de recordar por donde había entrado
para poder salir.
– ¡Relájate! Estás muy nerviosa – dijo cuando
intentó cogerme mientras me dirigía a la puerta.
– ¡Suéltame! Ni me toques – le dije con los
ojos inyectados de rabia.
Me agarró fuertemente y me dijo que me
relajara y que me calmara. Yo intentaba zafarme de sus brazos pero no podía. Le
dije que si no me soltaba gritaría y entonces, poco a poco, me fue arrinconando
contra la pared. Me dijo que sino me relajaba yo él me relajaría. Acercó su
boca a mi boca y vi por donde iban los tiros. Le dije que si se acercaba más,
le mordería. Se acercó más y asesté el primer mordisco sin resultado. Me miró
fijamente como el cuidador que se acerca a un aligator que lleva una semana sin
probar bocado y sabe, que en cualquier momento, hasta él podría ser su comida.
Volvió a acercarse lentamente a mi boca y le asesté el segundo mordisco
mientras trataba de librarme de su fuerte abrazo. Me miró y comprendí que se
rendiría. Cuando pensé que el aflojar su fuerza era para dejarme salir, me
alcanzó los labios y me besó apasionadamente. Yo quería morder y lo conseguí.
Le mordí la lengua y le hice sangre. Él se apartó dolorido y me cruzó la cara.
Tocaba mi mejilla ardiente cuando me giré, abrí la puerta y empecé a correr por
el pasillo en dirección al ascensor. El me placó y caímos los dos al suelo. El
se puso sobre mí y me sujetó las manos con su manos una a cada lado de mi
cabeza. Tenía miedo pero no por él. Toda aquella situación, desde su guantazo,
me había creado una excitación increíble y al verlo sobre mí, solo desee que me
leyera la mente y que me hiciera todo lo que por ella pasaba desde principio a
fin. Se acercó otra vez a mi boca pero esta vez, le asesté un beso que me
devolvió ardientemente. Su mano agarró mis dos manos mientras con la otra,
desabrochaba mi blusa. Liberó mis pechos del sujetador y empezó a acariciarlos
con fuerza. Tenía los pezones muy erectos y eso le contentó. Me subió la falda,
arrancó mis bragas e metió su mano en mi chorreante sexo. Sabía como tocarme,
como alcanzar que me corriera, como conseguir que le deseara más y más hasta
perder el control. Desabrochó su cremallera y dejó ver su virilidad
inmensamente firme, dura, sabrosa. Sacó su mano de mis adentros e introdujo su
pene con fuerza dentro de mi sexo. Su primera embestida me hizo llegar al
orgasmo de golpe. Pero eso no le frenó para moverse y seguir embistiéndome una
y otra y otra y otra vez. No podía controlar mis gritos de placer y en un
arrebato de pasión, conseguí zafarme de su mano que aún me retenía y lo tumbé
de un golpe a él contra el suelo. Desabroché su cinturón y su pantalón. Le
quite su boxer medio bajado y empecé a lamer su sexo lentamente, con cuidado,
con dulzura, repasando cada centímetro desde su glande hasta su escroto sin
dejar nada lubricado con mi lengua. Él gemía de placer y se dejaba hacer. Me
puse sobre él y metí su sexo descomunalmente rígido en mi sexo. Empecé a
cabalgarle y mientras sus manos agarraban mis pechos con fuerza, con deseo. Me
derramaba sobre su virilidad una y otra y otra y otra vez. Quería más y más y
nunca estaba saciada del todo. Él quiso retomar el mando, me cogió, me dio la
vuelta, y no se como, acabé a cuatro patas con su sexo dentro de mi culo
follándome como nunca nadie lo había hecho. No podía dejar de gritar de placer,
de gemir como una loba salvaje en celo poseída por más de un macho. Eso nos
excitaba a ambos. Noté como su leche invadía mi trasero y se derramaba para
mezclarse con mi lubricación sexual.
Fue algo increíblemente lascivo, morboso,
prohibido. No me gustó la forma, ni las bofetadas que fueron mutuas, pero puedo
deciros que en mi vida ninguna situación me causó mas excitación, que aquella
segunda cita con el hombre que dominaba el verbo y la palabra.
¿Dónde será nuestro tercer encuentro? No me
importa pero lo espero completamente dispuesta a todo.