En la vida de todo ser humano hay cuatro etapas muy importantes y
lo bonito, lo realmente bello, es disfrutar de cada una con la sobriedad y la
experiencia que nos van otorgando los años.
Es simple entrar en la vida de alguien en la primavera de su vida.
En esa época el colegio, el instituto, un trabajo, una copa tomada en una
discoteca,… hace que las personas se conozcan con facilidad. Pero en esta etapa
tan pronto como sales tan pronto puedes salir de esa vida. Todo pasa muy deprisa
y como en la primavera, todo florece y se marchita con la misma rapidez.
Es sencillo también entrar en la vida de alguien en el verano de
su vida. Aquí hay cosas que pueden estar por definir y las personas que se
adentrar pasan un grado elevado de selección (la experiencia de los
veintiséis no es la misma que la de los
veinticinco). Las personas que pasan por tu vida o se quedan, son gentes con
gran corazón, con las que vivirás momentos verdaderamente ardientes (no
pasionales sino intensos). Serán personas que te aporten sabiduría y que
intentarán mostrarte un camino que, aunque siempre tuviste ante ti, nunca lo
miraste con la intensidad que dan otros ojos que no son los tuyos.
No es fácil entrar en el otoño de la vida de alguien. En esa etapa
de su vida ya todo está definido a su alrededor: su casa, su pareja, sus hijos,
sus nietos,… su mundo. Es muy complicado que alguien con su mundo ordenado y
bien clasificado, te deje entrar en su espacio. Pero si tienes la tremenda
suerte de que esto te suceda, lo que vives junto a esa persona se convierte en
toda una gran experiencia.
Quizás, y sólo quizás, tú te encuentres en verano de tu etapa
vital y ella, con la fuerza que dan los años, haya empezado a pisar hace un par
de décadas, por ese otoño precioso y sereno.
Te sientas a su lado y cuando confía en ti, cosa que no se
consigue ni en uno, ni en dos, ni en tres días, empiezas a gozar con lo que ha
vivido percibiéndolo y disfrutándolo cada día, con sus propios ojos. Te sientes
tan afortunado de poder compartir esos momentos con ella que no te das cuenta
de que el tiempo pasa, que las hojas caen y que el invierno, frío y
desgarrador, llamará a su puerta cuando menos te lo esperes.
No piensas en su invierno. Mas un día una llamada a tu móvil te
inquieta. Han dejado un mensaje muy corto: ella está ingresada. Corres a coger
tu coche como si no pidiera ser real. Apenas llevamos diez años disfrutando la
una de la otra.
Mientras te encaras con ese y con el otro por su lenta conducción
te das cuenta que una década para ti no es lo mismo que una década para ella.
Aprestas el claxon por decimocuarta vez y un trayecto que tardabas
quince minutos en realizar se convierte en casi un siglo de lentitud cuando
alguien importante se aproxima inexorablemente hacia su última etapa.
Cuando por fin llegas ya es tarde. Un mar de lágrimas te recibe y
no necesitas preguntar nada pues por desgracia, ya sabes la respuesta.
Luego, te piden que digas unas palabras en su último adiós. ‘¿Qué podría decir de ella?’ Te
preguntas cuando aún no puedes creerte lo que esta pasando. Las personas pasan
a tu lado y te dan la mano para apoyarte en tu dolor. Ahí te das cuenta de lo
que puedes decir porque en el fondo de tu corazón, sabes que eso es lo que
sientes en realidad.
Te plantas ante un montón de personas que la querían y con la voz
casi encogida, empiezas a contar lo siguiente:
“Tuve la suerte de vivir
junto a ella unos años escasos. Eso no significa que la quisiera menos o que no
la conociera tan bien como muchos de ustedes. ¡Eso no sería cierto!
Ella me dio un motivo para
levantarme por la mañana.
Mucha gente que la
conocía, que me conocía también a mí y que nos vieron juntas en algún paseo,
siempre nos decían lo mismo: ¡Has tenido suerte! La miraban a ella a los ojos
pero yo sabía que la afortunada era yo por haber encontrado a una mujer con un
corazón tan inmenso como el suyo.
Viví a su lado diez
maravillosos años,… ¡Me faltó tiempo!
Ahora que aun no me creo
que se haya ido no se como afrontaré despertarme mañana y no poder verla. ¡Se
acabó mi motivo para levantarme! ¡Se acabó mi razón para arreglarme! ¡Se
acabaron nuestras charlas en el patio! ¡Se acabaron las risas! ¡Se acabó la
complicidad! ¡Se acabaron los besos de despedida! Sólo nos queda el último
adiós.
Se que en este momento mis
palabras no son de consuelo porque mi dolor, aquí dentro en mi corazón tampoco
lo tiene.
No llevaba sus apellidos,
ni su sangre, ni era una amistad de toda la vida. Pero más de una vez me sentí
su hija y hoy, aquí, me siento huérfana de madre, de una segunda de la que escasamente
pude disfrutar muy poco.
Duele decirte adiós. Duele
pensarte en pasado. Duele no verte mañana. Pero el bálsamo que me queda y al
que me aferro con toda mi alma, es que mientras viva yo tu recuerdo seguirá
vivo conmigo. No dejaré que tu luz se apague en mí hasta que yo me vaya a tu
lado y pueda volverte a estrechar entre mis brazos otra vez.
Descansa en paz segunda
madre. Siempre te echare de menos.”