martes, 27 de mayo de 2014

PILOTO AUTOMÁTICO (relato)





Nunca me han puesto los uniformes. Es más, cuando estás acostumbrada a viajar de aquí para allá, hasta hay algunos que ya te son prácticamente parte de tu día a día.

Tampoco soy de aquellas mujeres que ve a un hombre y lo repasa de arriba abajo. Tengo que reconocer que por el puesto que ocupo en mi empresa, estoy acostumbrada a ver muchos hombres sexys, elegantes, atractivos,… pero no dejan de ser eso. ¡Compañeros! ¡Colegas! ¡Parte de mi equipo de trabajo! Sólo eso.

Arnau no era sólo un uniforme más. Arnau formaba parte de mi pasado, un pasado antiguo que me atravesó por entero cuando lo vi pasar hacia la cabina del piloto.

Él y yo no éramos dos extraños aunque si. Habíamos estado tonteando mucho cuando el tomaba clases para no recuerdo que formación que impartían en Madrid y a la cual, asistimos los dos. Dos perfectos desconocidos que acaban teniendo una charla trivial en un descanso entre llamada y llamada, y al final, se van a cenar juntos aquella misma noche. Dos extraños que jugaron a la seducción toda una semana entera y que luego, por circunstancias varias, no pudieron culminar aquellos fantásticos días con una despedida como era debida.

Cuando lo vi contuve el aliento como si hubiera visto un espejismo en mitad de un desierto tremendamente seco después de muchas horas vagando sin rumbo fijo. Él era el agua y yo llevaba mucho tiempo sedienta de probar aquel manantial intacto que el destilaba en todo su ser.

Él no me vio y si lo hizo,… pasó sin más. ¡Era lógico! Yo le había dado largas todas la semana y al final, cuando me sentí predispuesta, tuvo que largarse antes de acabar la formación por un problema familiar: su padre había fallecido (me lo decía en una nota que dejó en recepción de nuestro hotel, para mí). Por aquel entonces, pese a tener veinticinco años, ya ocupaba un puesto respetable en la empresa en la que estaba. Y el, con diez años más, era como un mentor del que deseabas aprender mas allá del ámbito profesional.

Cuando oí su voz a través de los altavoces lo recordé todo como si hubiera sido ayer (y eso que habían pasado diez años ya). Las cenas con dobles palabras, con dobles intenciones hasta en la ensalada; aquellas largas sobremesas con los Martini’s, jugando siempre con las aceitunas entre los labios; los roces sutiles pero ardientes cuando estábamos a solas en el ascensor de camino a nuestras habitaciones (el la 315 y yo las 415, yo por encima de él. Aquello también nos dio mucho juego los días siguientes sobre las posturas, sobre la sumisión, sobre el dominio sobre el otro). Nada fue mal intencionado, pero sí perverso. Nada fue buscado pero sí encontrado y desechado por miedos absurdos (yo era, pese a todo, una “niñata” de veinticinco años. Aún no había aprendido que la vida, no te da segundas oportunidades).

Mas ahora, a mis treinta y cinco recién cumplidos, el estaba ahí, con más plenitud de hombre de por aquel entonces, con más sensualidad, con más vigor sin lugar a dudas del que tenía hacía diez años atrás. ¿Qué podía hacer? Estaba claro que no iba a desaprovechar esta segunda oportunidad.

No podría entrar en la cabina del piloto pero sí que esperaría a que saliera al aterrizar el vuelo todo lo que hiciera falta. Me quedé absorta un momento mirando a través de la ventana. No volaba mucha gente a primera hora de la mañana y en primera clase, sólo estaba yo.

¿Se acordaría de mí? Un susurro en el asiento de atrás me hizo darme la vuelta en redondeo. ¡Era él! Con dos Martini’s en cada mano. Si se acordaba de mí. Le quité los dos de golpe, me los bebí de un trago y saltando por encima de los asientos, me puse a horcajadas encima de él. ¡Era nuestro momento! Un momento tórrido, caliente, desenfrenado, que habíamos estado esperando toda una década.

Le besé tan fuerte que casi le borro la boca con la mía. Él no protestó por nada. Desabroche su camisa arrebatadamente. Buscaba su bragueta mientras el correspondía a mi blusa con la misma precipitación. Me levanté la falda, ladee mis braguitas, e introduje su verga liberada, en mi interior. ¡Dios! Todo fue muy rápido. Todo fue muy intenso. Yo no podía dejar de sacudirme de goce sobre él. Notaba que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para contenerse por mí. Yo no paraba de repetirle: ‘¡No te corras! ¡Aún no!’  Sabía que le encantaba que yo le mandara. Yo tenía el poder, estaba encima. Él, con las manos en mis nalgas, podía sentir mis movimientos embestidores en todo su cuerpo. Me aguantaba el ritmo y eso me mojaba más y más. Yo contenía mis gritos de placer, de orgasmos alcanzados, para que fuera más intenso cuando le dejara correrse dentro de mí. Mis pechos se salieron de sujetador con mis empujes y se movían ante sus ojos liberados poniéndolo aún más y más duro, más y más firme, más y más erecto. Sentía su sexo crecer más y más dentro de mí. ¡Eso me ponía muy cachonda! Seguían interpretando como podía mi papel de no gritar cuando me llegaban los múltiples orgasmos que me estaba encadenando aquella verga casi al minuto.

Llegó al momento y le susurré entre gemidos: ‘¡Córrete para mí! ¡Córrete para mí! ¡Córrete para mí!’  Dios, pude sentir toda su leche vaciarse dentro de mí. Aquello acelero más mi sexo que se derramó una y otra vez mientras duraba toda su descarga de virilidad.

Nos quedamos un rato el uno sobre el otro después de aquello, convulsionando de los bestiales orgasmos que habíamos tenido. Después, me quitó el pelo de la cara. Le besé la boca y le pregunté: ‘¿Me has visto?’ Sonrió de forma burlona y contestó: ‘No me hacía falta. Sabía que estabas aquí. He cambiado el vuelo con un compañero para poder verte’. Le devolví la sonrisa y al aterrizar pasamos la semana que no pudimos pasar juntos hacía diez años, en otra ciudad, en otro Hotel, pero con las mismas ganas y el mismo desenfreno que la que nos devoramos de forma precipitada en el avión. ¡Nos lo habíamos ganado!

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